XII. La cooperación humana a la gracia

Cooperación libre por la gracia

El examen de  la doctrina  de la justificación, expuesta por el concilio de Trento, revela que no rechaza la tesis de la primacía absoluta de la gracia de Dios, tal como los protestantes acusaban de hacerlo a la Iglesia Católica. Lo que el Concilio no admitía  es que, en la justificación, no se regenere al hombre y sólo sea considerado como justo, porque se le haya perdonado la culpa, pero que internamente continúe siendo pecador. De manera parecida al efecto que produce la amnistía a un asesino, que aunque se le conceda el perdón por su delito, continúa  siendo un asesino.

 Frente a esta posición luterana, Trento afirmaba  que la gracia produce una renovación interna en el hombre, que permite que haga con la gracia obras libres, buenas y meritorias de la vida eterna. De este modo en la justificación se da también la cooperación del hombre. Sin embargo, tal cooperación no supone que la justificación este causada por una parte por Dios y por otra por el hombre, porque es Dios el que hace que el hombre coopere, pero libremente.

En su justificación, la libre cooperación de hombre no quita la iniciativa y primacía soberana de la gracia en las buenas obras,  incluso la puramente negativa de no poner obstáculos es causada por misma la gracia de Dios. A su vez tampoco la gracia quita la libertad humana. El libre albedrío tiene siempre un papel esencial en las buenas obras de la gracia.

 

La objeción de la parte humana

Claramente se encuentra expresada esta misma doctrina por San Bernardo, Doctor de la Iglesia. El monje cisterciense, abad de Claraval, expuso fielmente  la enseñanza de San Agustín, que a su vez había explicado y desarrollado la de San Pablo, cuya síntesis la había formulado al decir: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; su gracia no ha sido vana en mí. Antes bien he trabajado más que todos ellos (los apóstoles); pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[1].

El llamado «último de los Padres de la Iglesia», porque en su época, primera mitad del siglo XII, hizo presente y continuó la teología de los Padres, comienza su obra De la gracia y del libre albedrío, contando que: «Hablaba un día delante de algunos de las operaciones maravillosas que la gracia de Dios hacia en mí ya previniéndome para lo bueno, ya acompañándome en todo el curso de mi acción, ya, en fin, dando a ésta su perfección por un efecto particular de su bondad, cuando cierto sujeto de los circunstantes, tomando la palabra, me hizo esta objeción: Si Dios hace la obra toda entera en ti, ¿qué parte puedes pretender en ella? ¿O qué motivo tienes para  esperar su recompensa? (…) ¿dónde están nuestros méritos? ¿Sobre qué se fundará nuestra esperanza?».

A estas consecuentes preguntas, la respuesta de San Bernardo fue: «Escucha a San Pablo, que nos lo enseña: “Nos ha salvado por un efecto de su misericordia y no por el mérito de las buenas obras que hemos hecho” (Tt 3, 5) ¿Qué? ¿Pensabas acaso que habías criado tus méritos y que podías salvarte por tu propia justicia, tú que ni siquiera puedes pronunciar el nombre de Jesús sin un socorro particular del Espíritu Santo? ¿Es posible que hayas echado en olvido lo que el mismo Jesucristo ha dicho: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5)? ¿Y lo que está en otra parte escrito: “No está el poder en aquel que corre o que quiere, sino en Dios, que hace misericordia” (Rm 9, 16)?»[2].

 

La acción del libre albedrío

De esta respuesta, parece seguirse que con la gracia, que justifica, queda anulada  la libertad del hombre. Por ello, añade San Bernardo: «Me dirás todavía: ¿Qué hace el libre albedrío? Respondo brevemente: Salvarse. Quita el libre albedrío: no habrá sujeto que salvar; quita la gracia: no habrá medio de salvarle. La salvación es una obra que no puede subsistir sin estas dos cosas. Es menester una causa que la produzca y un sujeto para quien o en quien se produzca Dios es el autor de la salvación; el libre albedrío es el solo sujeto de ella. Sólo Dios la puede dar, y sólo el libre albedrío la puede recibir».

Sobre esta respuesta debe tenerse en cuenta que, en primer lugar,  la cooperación del hombre con el consentimiento libre a la gracia de Dios es necesaria, tal como indica a continuación San Bernardo: «Por tanto, es preciso concluir que lo dado de Dios solo y lo recibido por el libre albedrío solo, no puede subsistir sin el consentimiento de quien lo recibe ni sin la liberalidad de quien lo da. En este sentido es verdad que el libre albedrío coopera con la gracia, que obra nuestra salvación cuando presta su consentimiento, es decir, cuando obra su salvación, puesto que consentir a la gracia y hacer su salvación es una misma cosa»[3].

           En segundo lugar, que  la cooperación activa del libre albedrío a la gracia de Dios, que mueve a obrar meritoriamente para la salvación, es fruto de la misma gracia, que regenera a la libertad. San Bernardo escribir en el último capítulo de la obra: «¿Qué diremos? En la obra de la salvación, ¿toda la obra y todo el mérito del libre albedrío consisten en prestar meramente el consentimiento? Sí; he ahí toda la parte que puede tener. Ni con todo eso digo que este consentimiento, en que consiste todo el mérito, venga absolutamente del libre albedrío, puesto que de nosotros mismos no somos capaces de producir como de nosotros mismos un solo pensamiento bueno, que es mucho menos que el consentimiento a la gracia»[4].

 

La gracia de Dios conmigo

El consentimiento a la gracia, que justifica, o el no ponerle impedimentos y tampoco a la obra buena  que le sigue, son causadas por la gracia de Dios, pero  también puede decirse que en ambos interviene el hombre. Claramente indica San Pablo: «Por la gracia de Dios soy lo que soy (…); pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[5].

La causa de toda obra buena meritoria es Dios. Añade San Bernardo: «No soy yo quien habla de esta  suerte; es el apóstol San Pablo, que atribuye a Dios, y no a su libre albedrío, todo el bien que puede hacer, sea por el pensamiento, sea por la voluntad, sea por la ejecución»[6].

 San Pablo también precisa: «Tal confianza tenemos a Dios por Cristo; no que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos algo como propio; sino que nuestra capacidad viene de Dios»[7].

Citando este mismo pasaje escribía San Agustín: «La gracia de comenzar el bien y la de perseverar hasta el fin no se nos dan a consecuencia de nuestros méritos, sino según la secretísima y la mismo tiempo justísima sapientísima y misericordiosísima voluntad de Dios (…) Por consiguiente nosotros queremos, pero es Dios el que obra en nosotros el querer; nosotros obramos, pero es Dios quien hace que obremos según su buena voluntad. Creer y confesar esto nos es necesario; esto es lo piadoso, esto es lo verdadero, para que nuestra confesión sea humilde y sumisa y se reconozca que todo viene de Dios»[8] .

Concluye San Bernardo: «Y, si es Dios quien hace en nosotros estas tres cosas, es decir, si es Él quien nos da el buen pensamiento, la voluntad justa y el cumplimiento de la obra, ciertamente es preciso decir que obra lo primero sin nosotros; lo segundo, con nosotros, y lo tercero, por nosotros».

 

Sin, con y por el hombre

Dios obra sin, con y por el hombre por su intervención en su entendimiento, en su voluntad y en su obrar, porque: «Nos previene inspirándonos el pensamiento bueno; nos asocia a sí por el consentimiento, trocando nuestra mala voluntad; da a nuestro consentimiento la facultad de cumplir la buena obra dejándose conocer en lo exterior la bondad de aquel que está obrando en lo interior».

Las tres actuaciones interiores de Dios, en el entendimiento, la voluntad y la realización del bien, son necesarias para la salvación del hombre. «Ciertamente, nosotros no podemos prevenirnos a nosotros mismos en nuestras acciones. Y, por tanto, aquel Señor que no encuentra a ninguno en el bien no salvará a ninguno que no haya prevenido por su bondad».

Sobre  la justificación o la salvación del hombre puede así concluir San Bernardo: «Es, pues, indudable que el principio de nuestra salvación viene de Dios solo, y no por nosotros ni con nosotros». También vienen de Dios, como se ha dicho, el consentimiento de la voluntad y la misma acción buena. «Más, aunque el consentimiento y la obra no vengan de nosotros, es cierto, con todo eso, que no se hacen sin nosotros»[9].

Toda la salvación viene de la gracia, pero las acciones son también mías, porque la gracia está en el hombre, en su sujeto, y la misma gracia ha salvado al hombre, que  puede así cooperar a su salvación, tal como se expresa en la fórmula de San Pablo: «la gracia de Dios conmigo»[10].

San Bernardo concluye el párrafo con esta observación: «Así, ni lo primero –en lo cual nosotros no hacemos nada– ni lo último, que muchas veces nos es arrancado por un vano temor o una ficción reprensible, sino solamente lo segundo, nos es imputado a mérito. Sin duda, muchas veces la sola buena voluntad nos basta y nos es ventajosa; y, si ella falta, las otras dos cosas quedan inútiles y sin fruto. Digo que quedan inútiles para aquel que hace la acción, más no para Aquel que la mira. De donde es fácil concluir que la intención sirve para adquirir el mérito; la acción, para dar el ejemplo, y el pensamiento que nos previene, para excitarnos a hacer bien ambas cosas»[11].

 

El peligro del semipelagianismo

Seguidamente San Bernardo, con otra observación, advierte del peligro del semipelagianismo. «Más sobre todo es menester tener gran cuidado cuando sentimos que estas operaciones se hacen invisiblemente dentro de nosotros y con nosotros para no atribuir nada a nuestra voluntad, que es flaca, ni a la necesidad de Dios, puesto que no tiene ninguna de nuestros servicios, sino, antes bien, referir fielmente todo a su gracia, de la que está lleno. Esta misma gracia es la que excita al libre albedrío inspirándole el pensamiento bueno, la que le sana inmutando su afecto, la que le fortifica para que ejecute la buena obra y la que le guarda para que no desfallezca».

Estas acciones de la única gracia sobre la libertad –tanto en su raíz intelectual,  como en su acto de querer o decisión, y  sobre el imperio y ejecución de las obras buenas– no implican que la gracia y la libertad actúen como dos causas parciales. «Más de tal suerte hace estas operaciones a favor del libre albedrío, que en la primera solamente le previene y en las otras obra de compañía con él; le previene, sin duda, para que en seguida coopere con ella para su propia utilidad. Con todo eso, el uno y el otro concurren de tal suerte a la perfección de la obra que la gracia comenzó sola, que obran juntamente en su adelantamiento y no cada uno en particular, ambos a dos a un mismo tiempo y no el uno después del otro».

El tipo de cooperación de la gracia con la libertad humana hace que se dé una sola acción, de manera que: «La gracia no hace una parte, ni el libre albedrío otra, sino que cada uno por una sola y misma acción hace la obra entera: el libre albedrío todo y la gracia todo, de suerte que así como la obra toda se hace en el libre albedrío, así también toda se hace por la gracia»[12].

            El semipelagianismo intentó mediar entre Pelagio y San Agustín, modificando  el esquema del pelagianismo, y atenuando la doctrina de la gracia agustiniana. Admitía la necesidad de la gracia, pero la limitaba. No se necesitaría la gracia para iniciar la justificación ni tampoco para su consumación de la salvación eterna. Sin embargo, nota San Agustín, al referirse al libro escrito contra el semipelagianismo, La gracia y el libro albedrío,  que: «al defender la gracia de Dios, y creyendo que se negaba el libre albedrío, de tal manera defienden ellos el libre albedrío, que niegan la gracia de Dios, afirmando que esta gracia se da según nuestros méritos»[13].

            En esta obra, escrita en el año 426 –y que dirigió al abad Valentín, del monasterio Adrumeto del norte de Afrecha, y a sus monjes, en donde había aparecido el semipelagianismo, que después se difundió en la Galia– les explica:  «la gracia de Dios no se nos confiere según nuestros méritos. Es más: a veces hemos visto y diariamente lo vemos que la gracia de Dios se nos da no sólo sin ningún mérito bueno, sino con muchos méritos malos por delante. Pero cuando nos es dada, ya comienzan nuestros méritos a ser buenos por su virtud; porque, si llegare a faltar, cae el hombre, no sostenido, sino precipitado por su libre albedrío. Por eso, cuando el hombre comenzare a tener méritos buenos, no debe atribuírselos a sí mismo, sino a Dios, a quien decimos en el Salmo: “Sé mi socorro, no me abandones” (Sal 26,9)»[14].

            En una carta dirigida al abad Valentín, en primavera de 426, ya les había recordado el carácter absoluto del don de la gracia de Dios, al advertirles: «que nadie diga que se le da la gracia de Dios por méritos de sus buenas obras, o de sus oraciones, o de su fe, y nadie piense que es verdad lo que dicen esos herejes, a saber: que la gracia de Dios se da según nuestros méritos, cosa absolutamente falsa. Y no es que no haya méritos, ya el bueno de los piadosos ya el malo de los impíos, pues en otro caso, ¿cómo juzgará Dios al mundo? Lo que sucede es que son la gracia y la misericordia de Dios las que convierten al hombre, pues dice el salmista: (El es) “mi Dios; su misericordia me prevendrá”(Sal 5,58.11)Así es justificado el impío, es decir, de impío se hace justo, y comienza a tener el mérito bueno que Dios coronará cuando juzgue al mundo»[15].

            En otra carta, también dirigida al semipelagiano Valentín, precisa San Agustín que los méritos justificantes de las buenas obras son fruto de la buena voluntad, pero que la hecho buena la gracia. Explica que los hombres, que: «utilizan el libre albedrío y han añadido sus pecados propios al original, si no se libran de la potestad de las tinieblas por la gracia de Dios, y pasan al reino de Cristo (Cf. Col 1,13) cargarán con la condena, no sólo por el pecado original, sino también por los méritos de su propia voluntad. Los buenos, en cambio, recibirán el premio también según los méritos de su propia voluntad; pero incluso la misma buena voluntad la han conseguido por la gracia de Dios»[16].

La derecha y la izquierda

Para una mejor comprensión del problema de la cuestión de la gracia y de la libertad, que plantea el semipelagianismo, es también útil  acudir a la obra de San Agustín Sobre los méritos y la remisión de los pecados, primer libro que escribió contra la herejía pelagiana, en el año 412, en plena época de crisis de la civilización romana, después del saqueo de Roma del bárbaro Alarico dos años antes. En esta obra, declaró después: « trato, sobre todo, del bautismo de los niños a causa del pecado original, y de la gracia de Dios que nos justifica(Cf. Tit 3,10), es decir, que nos hace justos, aunque en esta vida nadie guarda los mandamientos de la justicia de tal modo que no necesite decir, cuando ora por sus pecados: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6,12). Esos que piensan lo contrario a todo esto han fundado la nueva herejía»[17].

Frente al pelagianismo, establece claramente San Agustín que la voluntad siempre libre del hombre necesita constantemente de la gracia de Dios, porque: «sin su ayuda no podemos realizar obras justas o cumplir totalmente el precepto de la justicia. Porque así como los ojos de nuestro cuerpo no necesitan del concurso de la luz para no ver, cerrándose y apartándose de ella, en cambio, para ver algo se requiere su influjo y sin él es imposible la visión, del mismo modo, Dios, que es la luz del hombre interior, actúa en la mirada de nuestra alma, a fin de que obremos el bien, según las normas de su justicia, no según la nuestra. Cosa nuestra es el apartarnos de Él, y entonces obramos conforme a la sabiduría de la carne; entonces consentimos a la concupiscencia carnal en cosas ilícitas»[18]. Sin la gracia no se puede evitar todo pecado, que tiene su origen en la concupiscencia o deseo humano desordenado. Con ella, el hombre puede hacer todo el bien.

En el pelagianismo, que se empezaba a difundir en África por Pelagio y Celestio, se despreciaba la gracia de Dios y se confiaba en la naturaleza humana. En cambio, en el gnosticismo, que San Agustín había conocido directamente en los años que estuvo en una de sus formas, la secta maniquea, se destruía la naturaleza humana y su orden, querido por Dios, con hostilidad a toda ley o norma  a  lo rectamente ordenado.

Ante las posturas pelagianas y maniqueas, que pueden ser una tentación por su revestimiento de elementos que se presentaban como evangélicos, y que ambas han perdurado hasta la actualidad, San Agustín recuerda, en esta misma obra, la siguiente advertencia de la Escritura, del Libro de los Proverbios: «No nos desviemos ni a la derecha ni a la izquierda. Los caminos que están a la derecha los conoce el Señor. Los caminos de la izquierda son malvados»[19] .

Explica esta prevención, que puede parecer extraña, del siguiente modo: «Irse a la derecha es engañarse a sí mismo teniéndose por inmaculado; irse a la izquierda es, con no sé qué perversa y criminal seguridad, entregarse a toda clase de crímenes, como si no hubiera ningún castigo». En el primer desvió, propio del pelagianismo, se olvida el pecado y se confía en la bondad y el poder de la naturaleza humana. En el segundo, por el contrario, se intenta  desintegrar la naturaleza humana con el mal.

El resto del pasaje citado lo explica San Agustín seguidamente: «“Los caminos que están a la derecha los conoce el Señor” , pues sólo Él está sin pecado y puede borrar nuestros delitos. “Los caminos de la izquierda son malvados”  y como tales pueden considerarse las codicias pecaminosas». En los caminos de la derecha, a los que nos podemos desviar, se olvida la existencia del pecado en el hombre y la necesidad de ser perdonados por Dios. En los de la izquierda, se hace el pecado sin ningún tipo de temor.

A continuación da una explicación más concreta, al añadir: «A este propósito nos ofrecen una figura del Nuevo Testamento aquellos jóvenes de veinte años de quienes se dice que entraron en la tierra prometida (Num 14, 29 ss.) sin torcerse a la derecha ni a la izquierda (Jos 23, 6)». Estos pasajes del Antiguo Testamento muestran que el pueblo creyente: «sin torcerse a la derecha con una soberbia presunción de su propia justicia, ni a la izquierda con una complacencia segura en el pecado, entrará en la tierra de promisión. Allí no imploraremos ya el perdón de los pecados ni temeremos su castigo, porque viviremos libres por la gracia del Redentor, el cual, sin ser esclavo de pecado, redimió a Israel de todas sus iniquidades, ora de las cometidas con la vida propia, ora de las contraídas por el origen»[20].

 

Los dos caminos  desviados

San Agustín, en, otra carta al semipelagiano abad Valentín,  de catorce años más tarde,  completa la exégesis de una forma más ajustada al texto. Comienza la nueva explicación estableciendo el siguiente tesis: «la sana fe católica no niega el libre albedrío para vivir bien o mal, pero tampoco le atribuye tanto poder que consiga algo sin la gracia de Dios, ni para convertirse del mal al bien, ni para progresar con perseverancia en el bien, ni para llegar al bien sempiterno, en el que ya no tema abandonar a Dios»[21].

            Después cita el pasaje citado, en su escrito anterior, del Libro de los Proverbios, incluyendo el final del versículo, tal como se encuentra en la versión griega de la Septuaginta y el versículo anterior[22].  «Mirad lo que nos amonesta el Espíritu Santo por medio de Salomón: “Haz senderos rectos para tus pies y dirige tus caminos; no te desvíes ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, y aparta tu pie de la mala senda. Porque el Señor conoce los caminos que hay a la derecha, pero los que están hacia la izquierda son torcidos. El hará rectas tus sendas Y hará seguir en paz tus caminos”  (Pr 4,26-27 sec. LXX)»

            Lo primero que advierte San Agustín es que existe la libertad en el hombre y que  la gracia de Dios la hace recta o auténtica. «Considerad, hermanos, en estas palabras de la santa Escritura que, si no hubiese libre albedrío, no diría: “Haz senderos rectos para tus pies dirige tus caminos; no te desvíes ni hacia la derecha ni hacia la izquierda”. Pero si eso pudiese hacerse sin la gracia de Dios, no diría luego: “El hará rectas tus sendas y hará seguir en paz tus caminos”»[23].

            En segundo lugar, les dice a los monjes del abad Valentín: «No os desviéis ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, aunque la Escritura alabe los caminos que haya la derecha y vitupere los que haya la izquierda. Pues por eso añade: “Aparta tu pie de la mala senda”, esto es, la de la izquierda como explica a continuación: “Porque los caminos que están a la derecha los conoce el Señor, pero los que están a la izquierda son torcidos”»[24]

            En tercer lugar, explica que «cuando dice que el Señor conoce los caminos que hay a la derecha (Pr 4,27), ¿cómo lo hemos de entender, sino diciendo que el Señor hizo los caminos que hay a la derecha, esto es, los caminos de los justos, las obras buenas, que “preparó Dios para que caminemos en ellas”(Ef 2,10)como dice el Apóstol?».

            Se dice que Dios conoce los caminos de la derecha, el de las buenas obras, porque los hizo Él. «Pero no conoce el Señor los caminos de la izquierda, los torcidos, esto es, los caminos de los impíos, porque no los hizo El para el hombre, sino que el hombre se los hizo para sí»[25].

            Surge entonces la siguiente dificultad: «¿Por qué se dice: No te desvíes ni hacia la derecha ni hacia la izquierda? Parece que debería haber dicho: Toma la derecha y no vayas hacia la izquierda, si es que son buenos los caminos que haya la derecha». ¿Por qué, pensamos, sino porque los caminos que están a la derecha son buenos, pero de manera que no es bueno desviarse hacia la derecha?».

            La respuesta de San Agustín es que: «Hemos de entender que se desvía hacia la derecha quien quiere asignarse a sí mismo, y no a Dios, las mismas obras buenas que pertenecen a los caminos que haya la derecha».

            En cambio, los caminos de la derecha no desviada se reconoce que son obra de Dios. «Por eso (…) añadió a continuación: “El hará rectas tus sendas y hará seguir en paz tus caminos”».

           En cuarto lugar, el versículo primero citado se entiende como una confirmación de esta interpretación, porque: «Cuando te manda: “Haz rectos los senderos para tus pies y dirige tus caminos”entiéndelo de modo que sepas que, cuando así lo haces, Dios te otorga el que lo hagas. Así no te desviarás a la derecha, aunque vayas por los caminos que hay a la derecha, porque no confiarás en tu virtud, y tu virtud será justamente aquel que“hará rectas tus sendas y hará seguir en paz tus caminos”»[26].

 

El mal para el bien

            Por último, en quinto lugar nota San Agustín, en esta interpretación, que, aún admitiendo la gracia de Dios, se da una desviación hacia izquierda si se presenta como un fruto de la gracia el combatir el obrar según la gracia de Dios, «por lo cual dicen: “Hagamos el mal para que venga el bien”, ésos se desvían hacia la izquierda»[27].

         Concluye, por ello, con esta advertencia: «No defendáis el libre albedrío de manera que le atribuyáis las buenas obras sin la ayuda de la gracia divina; pero tampoco defendáis la gracia de manera que, como si ya estuvieseis seguros de ella, améis las malas obras. Que la gracia de Dios os libre de tal cosa»[28].

 

Eudaldo Forment


 

[1] 1 Cor 15, 10.

[2] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. 1, 1.
[3] Ibíd.,  c. 1, 2.
[4] Ibid., c. 14, 46.

[5] 1 Cor 15, 10.

[6] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.

[7] 2 Cor 3, 4-5.

[8] San Agustín, El don de la perseverancia, 13, 33.

[9] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.

[10] 1 Cor 15, 10.

[11] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.

[12] Ibíd., c. XIV, 47.
[13] SAN AGUSTÍN, Retractationes, II, 66.
[14] IDEM, De gratia et libero arbitrio, 6, 23
[15] IDEM, Epistulae, 214, 4
[16] Ibíd., 215, 1.
[17] SAN AGUSTÍN, Retractationes, II, 33.
[18] IDEM, De peccatorum meritis  et remissione et de baptismo parvulorum, II, 5, 5.
[19] Pr 4, 27.
[20] SAN AGUSTÍN, De peccatorum meritis  et remissione et de baptismo parvulorum, II, 35, 57.
[21] IDEM, Epistulae, 215, 4.
[22] Pr 4, 26.
[23] SAN AGUSTÍN, Epistulae, 215, 5.
[24] Ibíd., 6. Véase: Francisco Canals Vidal, De la modernidad a la postmodernidad: inflexión del pseudoprofestismo, en Verbo (Madrid), 329-330 (1994), pp. 1141-1149.
[25] SAN AGUSTÍN, Epistulae, 215, 6.
[26] Ibíd., 7.
[27] Ibíd., 8. En este sentido: «hoy oímos combatir la ortodoxia, la escolástica, y el pensamiento político y social acorde con la ley natural y cristiana, con pretextos pseudoproféticos» (F. Canals Vidal, op. cit., p. 1149).
[28] SAN AGUSTÍN, Epistulae, 215, 8.