Los derechos del orangután son una ataque a nuestros derechos

Derechos del orangután

La noticia llegaba desde Buenos Aires. Sandra, de 29 años, tras toda una vida encerrada, veía reconocido su derecho a vivir en libertad por un tribunal argentino. ¿Cómo no alegrarse?

La sorpresa llegaba cuando uno seguía leyendo: Sandra es una orangután que ha vivido toda su vida en el zoo.

La sentencia del tribunal argentino llega a la conclusión de que a Sandra se le ha privado de sus derechos básicos al privársele de libertad. Añade que “el animal tiene suficientes funciones cognitivas y no debería ser tratado como un objeto". Muy cierto, nadie que yo sepa aboga por tratarlo como un objeto inanimado, pero ¿es que acaso no hay nada más sobre la faz de la Tierra que objetos y personas? ¿Tan difícil es tratarlo como lo que es, un animal?

Leemos también en la sentencia del Tribunal que éste acepta que los orangutanes no son biológicamente humanos, “pero son lo suficientemente inteligentes para considerarlos como una “persona no-humana” con derechos que debemos respetar".

Vamos por partes.

¿Dónde y quién marca el umbral de inteligencia para acceder a esta nueva y contradictoria categoría de “persona no-humana”? Los orangutanes sí, ¿y los perros? ¿Y los gatos? ¿Y los hámsters? ¿Y las tortugas? ¿Y los loros? Si preguntamos a algunos dueños de estas mascotas nos asegurarán que son listísimos. Por cierto, hablando de animales domésticos, ¿cómo justificar su falta de libertad, sometidos a la esclavitud de sus amos? ¿Y qué decir de los caballos, bastante espabilados, que primero esclavizamos y luego incluso nos comemos? Atroz. Y para acabar, ¿a qué viene este animalcentrismo? ¿Por qué no extender esos derechos a otros seres vivos como ciertas plantas, hongos o bacterias?

Algunos de los defensores de la sentencia argentina, en vista de las contradicciones señaladas, han optado por basar los derechos de los orangutanes en el hecho de que comparten el 97% de su ADN con el hombre (Ay, pero en ese 3% cabe un universo. Similar no es lo mismo que igual). El argumento cae por su propio peso cuando consideramos que “El hombre se parece más a la mosca de la fruta que al primate. Aunque los humanos consideramos al mono como nuestro antecesor desde la teoría evolucionista de Darwin, la ciencia acaba de demostrar que nos parecemos más al citado insecto volador.” O sea, que si somos consecuentes, la fumigación es un genocidio y los sprays insecticidas un arma química de destrucción masiva como las que supuestamente tenía Saddam Hussein.

La sentencia introduce, como ya hemos señalado, un curioso concepto: “persona no-humana”. Hay filósofos que lo pueden explicar mucho mejor que yo, pero cualquier estudiante comprenderá que estamos ante un engendro que intenta unir dos conceptos antitéticos. Según Santo Tomás, persona significa lo más perfecto de toda la naturaleza, es decir, el ser subsistente de naturaleza racional. ¿Puede ser ese ser no-humano? ¿Es el orangután lo más perfecto de la naturaleza? No tengo el gusto de conocer a Sandra, pero me temo que ni siquiera estos jueces se atreverían a afirmar algo así. 

Y llegamos a los derechos, esos derechos inalienables que tendríamos que reconocer a ciertos animales. Estaba pensando en lo absurdo de esta proposición cuando recordé un libro de Simone Veil que leí hace ya unos años y del que recordaba que sus comentarios sobre los derechos me habían parecido especialmente acertados: L’enracinement. Lo recuperé y le eché un vistazo. Transcribo aquí dos párrafos que creo aclaran la cuestión: 

  • “La noción de obligación prima sobre la de derecho, que le es subordinada y relativa. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino solamente por la obligación a la que corresponde”.
  • “No tiene sentido decir que los hombres tienen, de una parte, derechos, y de otra parte deberes. Estas palabras no expresan más que diferencias de punto de vista”.

Los derechos, pues, implican deberes y obligaciones, o mejor, como dice Veil, son parte de un todo, de un ser personal. Pero es aquí donde se desmorona toda la argumentación del tribunal: a los animales, orangutanes incluidos, no se les pueden imponer obligaciones ni podemos hacerlos responsables de sus actos. Si Sandra, disfrutando de su nueva libertad, rompe mobiliario urbano o se cuela en el autobús, ¿vamos realmente a multarla por incivismo? Esta incapacidad para asumir deberes y obligaciones incapacita a los animales para ser sujetos de derechos tales como el derecho fundamental a la libertad que el tribunal argentino, de modo incoherente, les ha reconocido. Esto evidentemente, no significa que podamos tratar a los animales como objetos, pero considerarles sujetos de derechos es un disparate. 

Algunos dirán que no tiene mayor importancia, que se trata de una boutade, una originalidad sin mayores consecuencias. De hecho, la orangután, que siempre ha vivido en cautividad, no puede vivir en libertad pues si así fuera la estaríamos condenando a morir más pronto que tarde (la naturaleza, a diferencia de los jueces argentinos, no está por monsergas). Y sin embargo la sentencia sí es grave.

Su gravedad no reside en otorgar algo a un animal que no le corresponde, sino en privarnos a todos de algo que es fundamental para nosotros. Si un orangután tiene derechos, es que los derechos ya no significan nada y lo que se nos reconoce a nosotros tampoco tiene ningún valor.  Es como si, tras un examen en el que unos suspenden, otros aprueban y otros sacan nota, el profesor, en un arrebato de igualitarismo, decide calificar a todos con la máxima calificación. Esta nota pasa a no valer nada y quienes se han esforzado y estudiado más se sentirán, en buena lógica, estafados. Es lo mismo que nos ocurre con esta sentencia. Si los derechos es lo que le reconocemos a Sandra, entonces los derechos ya no significan nada. Nos los han arrebatado.

No le deseamos nada malo a ningún orangután, es más, nos parece que hay que tratarlos bien, evitando crueldades y condiciones de vida inadecuadas, pero reconocerles derechos significa estafarnos, significa negarnos nuestra condición humana, significa igualarnos con quienes son esencialmente diferentes de nosotros, significa un desprecio al ser humano que nadie debería aceptar.

Quizás ahora se entienda mejor esa aparente paradoja de que, en muchos casos, los más acérrimos defensores de los “derechos” de los animales también defienden el aborto o incluso lo que ahora llaman “aborto post-natal”, es decir, el infanticidio. No existe contradicción, sino una visión en la que el ser humano por sí mismo, equiparado a un mero animal, no vale nada.