Opinión

El Evangelio de la familia en el Occidente secularizado

 

Por consiguiente, debemos ser muy prudentes, en lo que atañe al matrimonio y a la familia, modificando las posiciones que el magisterio propone desde hace tiempo y con tanta autoridad: en caso contrario, las consecuencias sobre la credibilidad de la Iglesia serán muy importantes.

14/10/14 10:12 AM | Cardenal Camilo Ruini


Esa célula fundamental de la sociedad que es la familia está atravesando un periodo de evolución extraordinariamente rápido.

Las relaciones prematrimoniales parecen ya obvias y casi normales los divorcios, a menudo consecuencia de la ruptura de la fidelidad conyugal. Así, en los países y en las civilizaciones marcados por el cristianismo nos estamos alejando de la fisionomía tradicional de la familia.

Además, en los últimos decenios, por lo menos en Occidente, hemos entrado en territorios inexplorados. De hecho, se han abierto camino las ideas del «género» y de los «matrimonios homosexuales».

En la raíz de todo ello está el primado, y casi la absolutización, de la libertad individual y del sentimiento personal. Por lo tanto, el vínculo familiar debe poder plasmarse a placer y, de todas formas, no debe comprometer, hasta el punto de desaparecer o ser prácticamente irrelevante.

Siguiendo la misma lógica, este vínculo debe ser accesible a todo tipo de pareja, fundamentándose en la reivindicación de una igualdad total que no acepta las diferencias, sobre todo las que remiten a una voluntad externa, ya sea humana (leyes civiles) o divina (ley natural).

Sin embargo, sigue siendo fuerte y difundido el deseo de tener una familia y, posiblemente, de una familia estable: deseo que se traduce en la realidad de tantas familias «normales» y también de numerosas familias auténticamente cristianas. Éstas son, ciertamente, una minoría, pero consistente y bastante motivada.

La sensación de que la familia entendida como tal está desapareciendo es, por consiguiente, fruto en gran medida de la distancia entre el mundo real y el mundo virtual construido por los medios de comunicación, si bien no debe olvidarse que este mundo virtual influye poderosamente sobre los comportamientos reales.

A una mirada serena y equilibrada aparecen por lo tanto poco fundados, en lo que atañe a la familia y su futuro, el pesimismo unilateral y la resignación. La actitud del Concilio Vaticano II hacia los tiempos nuevos es válida también para la pastoral de la familia, actitud que podemos resumir en el binomio acogida y reorientación hacia Cristo salvador.

Concretamente, en la «Gaudium et spes», nn. 47-52, hay un nuevo enfoque en lo que respecta al matrimonio y a la familia, bastante más personalista pero sin rupturas con la concepción tradicional. Seguidamente, las catequesis sobre el amor humano de San Juan Pablo II y la exhortación apostólica «Familiaris consortio» constituyeron una gran profundización, que abrieron nuevas perspectivas y afrontaron muchos problemas actuales. A pesar de que estas catequesis no pudieron medirse de manera explícita con los desarrollos más recientes y radicales, como la teoría del «género» y el matrimonio entre personas del mismo sexo, sin embargo han sentado, en buena medida, las bases para afrontarlos.

Indudablemente, la práctica pastoral no está siempre a la altura de estas enseñanzas - por otra parte, tampoco puede estarlo nunca totalmente -, pero se ha movido en su línea con resultados importantes: efectivamente, también nuestras jóvenes familias cristianas son su resultado.

Ahora, con el Papa Francisco, tenemos dos sínodos sobre los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la nueva evangelización y que, después del consistorio del pasado mes de febrero, ya entró en el argumento: una etapa ulterior en este camino de acogimiento y reorientación que toda la Iglesia está llamada a recorrer con confianza.

La óptica de los dos sínodos debe ser claramente universal y ninguna área geográfica o cultural puede pretender que los sínodos se concentren sólo en sus problemas.

Una vez dicho esto, para Occidente las cuestiones más relevantes parecen ser esas más radicales surgidas en los últimos decenios y que empujan a repensar y a volver a motivar, a la luz del Evangelio de la familia, el significado y el valor del matrimonio como alianza de vida entre el hombre y la mujer, orientada al bien de ambos y a la generación y educación de los hijos y dotada de una decisiva relevancia, también social y pública.

Aquí la fe cristiana debe mostrar una verdadera creatividad cultural, que los sínodos no pueden producir automáticamente pero que pueden estimular en los creyentes y en todos los que se dan cuenta de que lo que está en juego es una dimensión humana fundamental.

Sin embargo, siguen interpelándonos y parece que son cada vez más agudas también otras cuestiones, ya repetidamente afrontadas por el magisterio. Entre ellas, la de los divorciados que se han vuelto a casar.

La «Familiaris consortio», n. 84, ya indicó la actitud que había que asumir: no abandonar a quienes se encuentran en esta situación, sino más bien al contrario, cuidarlos de una manera especial, comprometiéndose a poner a su disposición los medios de salvación de la Iglesia. Ayudarlos, por lo tanto, a que no se consideren en absoluto separados de la Iglesia y, por el contrario, a participar en su vida. Discernir bien también las situaciones, especialmente las de los cónyuges abandonados injustamente, respecto a aquellas de quienes, por el contrario, han destruido culpablemente el propio matrimonio.

La misma «Familiaris consortio» confirma sin embargo la praxis de la Iglesia que, «fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez». La razón fundamental es que «su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía».

Por lo tanto, no está en cuestión su culpa sino el estado en el que objetivamente se encuentran. Por ello, el hombre y la mujer que por serios motivos, como por ejemplo la educación de los hijos, no pueden satisfacer la obligación de la separación, para recibir la absolución sacramental y para acercarse a la Eucaristía deben asumir «el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos».

Es indudable que se trata de un compromiso muy difícil, que de hecho pocas parejas llevan a cabo, mientras desgraciadamente son cada vez más los divorciados que se vuelven a casar.

Por ello, hace mucho tiempo que se buscan otras soluciones. Una de ellas, aunque mantiene firme la indisolubilidad del matrimonio rato y consumado, considera que puede permitir a los divorciados vueltos a casar recibir la absolución sacramental y acercarse a la Eucaristía, con condiciones precisas pero sin tener que abstenerse de actos propios de los esposos. Se trataría de una segunda tabla de salvación, ofrecida en base al criterio de la «epikeia» para unir a la verdad la misericordia.

Sin embargo, este camino no parece practicable, principalmente porque implica un ejercicio de la sexualidad extraconyugal dado el perdurar del primer matrimonio, rato y consumado. En otras palabras, el vínculo conyugal originario seguiría existiendo, pero en el comportamiento de los fieles y en la vida litúrgica se podría proceder como si ese no existiera. Estamos, por lo tanto, frente a una cuestión de coherencia entre praxis y doctrina, y no sólo ante un problema disciplinar.

En lo que respecta a la «epikeia» y a la «aequitas» canónicas, estos son criterios muy importantes en el ámbito de las normas humanas y puramente eclesiales, pero no pueden ser aplicadas a las normas de derecho divino, sobre las que la Iglesia no tienen ningún poder discrecional.

Como apoyo de susodicha hipótesis se pueden aducir, ciertamente, algunas soluciones pastorales análogas a las que han sido propuestas por algunos Padres de la Iglesia y que han entrado, en cierta medida, también en la praxis, pero ellas no obtuvieron nunca el consentimiento de los Padres y no fueron de ninguna manera doctrina o disciplina común de la Iglesia (cfr. la carta de la congregación para la doctrina de la fe a los obispos de la Iglesia católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14 de noviembre de 1994, n. 4). En nuestra época, cuando a causa de la introducción del matrimonio civil y del divorcio se planteó el problema en los términos actuales, a partir de la encíclica «Casti connubii» de Pío XI existe en cambio una posición común del magisterio clara y constante, que va en sentido contrario y que no parece modificable.

Se puede objetar que el Concilio Vaticano II, sin violar la tradición dogmática, procediera a nuevos desarrollos sobre cuestiones, como la de la libertad religiosa, sobre las que existían encíclicas y decisiones del Santo Oficio que parecían excluirlas.

Pero la comparación no convence porque sobre el derecho a la libertad religiosa se ha producido una auténtica profundización conceptual, reconduciendo este derecho a la persona como tal y a su dignidad intrínseca, y no a la verdad abstractamente concebida, como se hacía anteriormente.

La solución propuesta sobre los divorciados vueltos a casar no se basa, en cambio, sobre una profundización similar. Los problemas de la familia y del matrimonio inciden, además, sobre lo vivido cotidianamente por las personas de manera incomparablemente más grande y concreta respecto a los de la fundación de la libertad religiosa, cuyo ejercicio en los países de tradición cristiana ya antes del Vaticano II estaba, a pesar de todo, asegurado en gran medida.

Por consiguiente, debemos ser muy prudentes, en lo que atañe al matrimonio y a la familia, modificando las posiciones que el magisterio propone desde hace tiempo y con tanta autoridad: en caso contrario, las consecuencias sobre la credibilidad de la Iglesia serán muy importantes.

Ello no significa que se descarte toda posibilidad de desarrollo. Un camino que parece factible de recorrer es el de la revisión de los procesos de nulidad matrimonial: se trata, efectivamente, de normas de derecho eclesial, no divino.

Por lo tanto, hay que examinar la posibilidad de sustituir el proceso judicial con un procedimiento administrativo y pastoral, dirigido esencialmente a clarificar la situación de la pareja ante Dios y ante la Iglesia. No obstante, es muy importante que cualquier cambio de procedimiento no se convierta en un pretexto para conceder de manera subrepticia lo que en realidad sería un divorcio: una hipocresía de este tipo sería un gravísimo daño para toda la Iglesia.

Una cuestión que va más allá de los aspectos procesales concierne a la relación entre la fe de quienes se casan y el sacramento del matrimonio.

La «Familiaris consortio», n. 68, pone de relieve precisamente los motivos que inducen a considerar que quien pide el matrimonio canónico tiene fe, ya sea una fe débil o que hay que redescubrir, reforzar o madurar. Subraya además que algunas razones sociales pueden lícitamente entrar en la petición de esta forma de matrimonio. Es suficiente, por consiguiente, que los prometidos «–al menos de manera implícita– acaten lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio».

Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la celebración, que tengan que ver con el grado de fe de los contrayentes, conllevaría grandes riesgos, empezando por el de pronunciar juicios infundados y discriminatorios.

Sin embargo, es un hecho que, desgraciadamente, hoy son muchos los bautizados que no han creído nunca o ya no creen en Dios. Se plantea, por lo tanto, la cuestión de si estos pueden contraer válidamente un matrimonio sacramental.

Sobre este punto sigue teniendo un valor fundamental la introducción del cardenal Ratzinger al volumen «Sobre la pastoral de los divorciados vueltos a casar» publicado en 1998 por la congregación para la doctrina de la fe.

Ratzinger (Introducción, III, 4, pp. 27-28) considera que se debe aclarar «si verdaderamente cada matrimonio entre dos bautizados es 'ipso facto' un matrimonio sacramental». El Código de derecho canónico lo afirma (can. 1055 § 2) pero, como observa Ratzinger, el propio Código dice que esto vale para un contrato matrimonial válido y, en este caso, es precisamente la validez lo que se cuestiona. Ratzinger añade: «A la esencia del sacramento pertenece la fe; queda por aclarar la cuestión sobre qué evidencia de 'no fe' tenga como consecuencia que un sacramento no se realice».

Parece por lo tanto acertado que, si verdaderamente no hay fe, tampoco hay sacramento del matrimonio.

En lo que respecta a la fe implícita en la tradición escolástica, con referencia a Hebreos 11, 6 («quien se acerca a Dios debe creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan»), requiere por lo menos la fe en Dios, que recompensa y salva.

Sin embargo, me parece que es necesario actualizar esta tradición a la luz de la enseñanza del Vaticano II, en base a la cual pueden llegar a la salvación que requiere la fe también «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible», incluidos aquellos que se consideran ateos o que no han llegado a un conocimiento explícito de Dios (cfr. «Gaudium et spes», 22; «Lumen gentium», 16).

De todas formas, esta enseñanza del Concilio no implica en absoluto la salvación automática y vaciar la necesidad de fe: en cambio, acentúa no un abstracto reconocimiento intelectual de Dios sino una, por cuanto implícita, adhesión a Él como elección fundamental de nuestra vida.

A la luz de este criterio, en la situación actual tal vez haya que considerar que son más numerosos los bautizados que de hecho no tienen fe y que, por lo tanto, no pueden contraer válidamente el matrimonio sacramental.

Por consiguiente, parece verdaderamente oportuno y urgente comprometerse en aclarar la cuestión jurídica de esa «evidencia de no fe» que invalidaría los matrimonios sacramentales y que impediría que los bautizados no creyentes, en el futuro, contrajeran dicho matrimonio.

No debemos ocultarnos que, por otra parte, así se abre la puerta a cambios muy profundos y llenos de dificultades, no solo para la pastoral de la Iglesia, sino también para la situación de los bautizados no creyentes.

Está claro, de hecho, que estos tienen, como toda persona, derecho al matrimonio, que contraerían de manera civil. La dificultad mayor no está en el peligro de comprometer la relación entre ordenamiento canónico y ordenamiento civil: su sinergia, efectivamente, es ya muy débil y problemática por el progresivo alejamiento del matrimonio civil de los que son los requisitos esenciales del mismo matrimonio natural.

El compromiso de los cristianos y de todos aquellos que sean conscientes de la importancia humana y social de la familia fundada sobre el matrimonio debería dirigirse más bien a ayudar a los hombres y a las mujeres de hoy a redescubrir el significado de estos requisitos. Estos se fundan en el orden de la creación y, precisamente por esto, valen para todos los tiempos y pueden concretizarse en formas aptas para los tiempos más diferentes.

Me gustaría terminar recordando la intención común que anima a quienes están interviniendo en el debate sinodal: mantener juntas, en la pastoral familiar, la verdad de Dios y del hombre con el amor misericordioso de Dios para con nosotros, que es el corazón del Evangelio.

 

Cardenal Camilo Ruini


Tomado de Chiesa