4.08.14

 

Para los que no lo saben, la tirilla es ese pedacito de plástico blanco, o material similar, que nos colocamos los sacerdotes en la camisa negra para dejar constancia de nuestra condición de tales. No es especialmente cómoda ni incómoda. Te acostumbras como el ejecutivo a la corbata y punto final. No sé cuántas tengo. Te las regalan con cada camisa.

Tengo la costumbre de, nada más entrar en casa, quitarla, especialmente en verano porque al ser de plástico te hace sudar un poco. Y la dejo… vaya usted a saber dónde. Puede encontrarse una en la cocina, en el baño, en la mesa del comedor o junto a la correa del buenazo de Socio.

El caso es que llevaba una temporada que cada vez me costaba más trabajo encontrar una. Sin mayor importancia, con la cabeza que tengo, especialmente al final de cada día, podría haberla dejado en el sitio más extraño. Pero no, porque buscaba y buscaba y nada… desaparecían como por ensalmo. Tanto que en una compra de camisas ya pedí una docena, al menos que sobren. Pero se seguían perdiendo…

Por entonces venía a la casa parroquial, un par de horas por semana, una señora para hacer, en palabras de mi madre “lo más gordo”. Un día se me ocurrió preguntarle:

- Oiga, ha visto usted unas tiritas como de plástico blanco, que a veces dejo por ahí…?

- Sí, pero no se preocupe por eso, que ya me encargo yo de tirarlas, que usted no tiene tiempo de nada.

Qué alivio, yo que me creía que estaba poco menos que perdiendo la cabeza, despistado hasta decir basta, sin saber dónde dejo las cosas y capaz de perder un imperdible. El problema era mucho más sencillo: la buena mujer veía un trozo de plástico en cualquier parte y cuidadosamente lo tiraba con la basura. Ya le expliqué lo que era eso y desde entonces no solo las guardaba, sino que hasta las pasaba por el agua y el jabón por si había sudado…