18.04.14

 

En la que sin duda ha sido una de las mejores homilías de este pontificado, predicada en la Santa Misa Crismal, el papa Francisco nos presentó a las tres hermanas que deben acompañar a todo sacerdote. Tras hablar de la alegría que les unge, la alegría incorruptible y la alegría misionera que deben estar presentes en todo presbítero, el Santo Padre habló de:

1- La hermana pobreza:

La alegría del sacerdote es una alegría que se hermana a la pobreza. El sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). El sacerdote que pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza.

Sería absurdo que yo intentara explicarlo mejor que el Papa, pero se me ocurre decir que aquel que se hace pobre por los demás, aquel que lo deja todo para servir a Dios en medio de su pueblo, es el más rico de todos. ¡Qué gran privilegio es ser sacerdote del Altísimo que sirve al prójimo llevándole la gracia sacramental, el don de la sabiduría mediante el consejo pastoral y el regalo de la caridad mediante el acompañamiento en el tiempo de cruz y sufrimiento! No podemos hacer otra cosa que dar gracias a Dios por nuestros curas. Por todos. También por aquellos que, por sus limitaciones humanas, no reflejan toda la santidad a la que han sido llamados. Si en vez de quejarnos tanto -con razón o sin ella- rezáramos más por ellos, más santos serían.

2- Hermana fidelidad:

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia. Aquí es clave la fecundidad. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel. Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).

Nuestros sacerdotes renuncian a muchas cosas para ser fieles a Dios y a nosotros. Son verdaderos padres en la fe. Hacen de Cristo desposado con su Iglesia, al mismo tiempo que son hijos de la misma. No olvidemos esto último. Son sacerdotes, sí, pero también necesitan de buenos pastores que cuiden de ellos. Ese es el papel que deben desempeñar los obispos. Pero nuestras oraciones, nuestras palabras de ánimo, nuestro agradecimiento, nuestro cariño, nuestro afecto sirve también de acción pastoral para el bien de sus almas. Por ejemplo, el Señor me ha concedido la gracia de acordarme siempre de dar las gracias a cada sacerdote que me confiesa. No salgamos del confesionario sin mostrar agradecimiento a quien ha sido instrumento del perdón de Dios para nuestras almas. Ellos han de ser fieles, sí, pero nosotros les ayudamos si a su vez somos fieles con ellos. Aunque a veces resulte difícil, hemos ver en sus rostros la faz de Cristo que se nos entrega.

3- Hermana obediencia:

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia. Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía, las licencias ministeriales, la tarea particular… sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda paternidad. Pero también la obediencia a la Iglesia en el servicio: disponibilidad y prontitud para servir a todos, siempre y de la mejor manera, a imagen de “Nuestra Señora de la prontitud” (cf. Lc 1,39: meta spoudes), que acude a servir a su prima y está atenta a la cocina de Caná, donde falta el vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para los enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la catequesis de los pequeños de primera comunión…. Donde el pueblo de Dios tiene un deseo o una necesidad, allí está el sacerdote que sabe oír (ob-audire) y siente un mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa necesidad o a alentar esos buenos deseos con caridad creativa.

A principios del siglo II, San Ignacio, santo obispo de Antioquía, escribió lo siguiente camino del martirio que habría de padecer en Roma:

De la misma manera, que todos respeten a los diáconos como a Jesucristo, tal como deben respetar al obispo como tipo que es del Padre y a los presbíteros como concilio de Dios y como colegio de los apóstoles. Aparte de ellos no hay ni aun el nombre de iglesia.
Ep. a los Trallianos

Y:

Evitad las divisiones, como el comienzo de los males. Seguid todos a vuestro obispo, como Jesucristo siguió al Padre, y al presbiterio como los apóstoles; y respetad a los diáconos, como el mandamiento de Dios. Que nadie haga nada perteneciente a la Iglesia al margen del obispo. Considerad como eucaristía válida la que tiene lugar bajo el obispo o bajo uno a quien él la haya encomendado. Allí donde aparezca el obispo, allí debe estar el pueblo; tal como allí donde está Jesús, allí está la iglesia universal. No es legítimo, aparte del obispo, ni bautizar ni celebrar una fiesta de amor; pero todo lo que él aprueba, esto es agradable también a Dios; que todo lo que hagáis sea seguro y válido.
Ep. a los Esmirneanos

No hay pobreza que agrade a Dios sin obediencia. No hay fidelidad alguna sin obediencia. No se trata de una obediencia sectaria, impuesta por la fuerza. Es la obediencia en la caridad, en el respeto filial a quien Dios nos ha puesto como pastores. El sacramento del orden es un gran regalo que Dios hace a su Iglesia. Los diáconos nos sirven. Los sacerdotes nos cuidan. Los obispos son vicarios de Cristo para el rebaño que el Señor les encomienda. Seglares, diáconos y sacerdotes deben obedecer a su obispo, quien a su vez ha de obedecer a Dios y ser verdadero custodio de la fe. Si Cristo fue obediente en todo al Padre, de forma que su obediencia es fuente de nuestra salvación, ¿habrá manera alguna de salvarnos si no obedecemos a quienes actúan en su nombre? Vuelvo a citar a San Ignacio:

Congregaos en común, cada uno de vosotros por su parte, hombre por hombre, en gracia, en una fe y en Jesucristo, el cual según la carne fue del linaje de David, que es el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios, con miras a que podáis obedecer al obispo y al presbiterio sin distracción de mente; partiendo el pan, que es la medicina de la inmortalidad y el antídoto para que no tengamos que morir, sino vivir para siempre en Jesucristo.
Ep. a los Efesios

Como dice el Salmista:

¡Qué bueno y agradable
es que los hermanos vivan en armonía!
Es como el óleo perfumado sobre la cabeza,
que desciende por la barba –la barba de Aarón– hasta el borde de sus vestiduras
Es como el rocío del Hermón que cae sobre las montañas de Sión.
Allí el Señor da su bendición, la vida para siempre.
Salmo 133

Vivamos en la Iglesia según el orden que Dios ha dispuesto para ella. Cada cual ocupando su lugar. Para que así, todos juntos, demos gloria a Dios, que es la razón por la que Él nos creó. No hay fuerza en este mundo más poderosa que los cristianos adorando al Señor. Si así lo hacemos, comprobaremos que “ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2,9).

Paz y bien,

Luis Fernando Pérez Bustamante