14.04.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Devoción a las cinco llagas de Jesús

Llagas de Cristo

Por ser, este mes de abril, crucial para la fe del cristiano, vamos a dedicar el mismo, en su totalidad, a traer aquí oraciones relacionadas con Jesucristo, hermano nuestro y Dios mismo hecho hombre, y con el tiempo de Pascua.

Al estar de rodillas ante Vuestra imagen sagrada, oh Salvador mío, mi conciencia me dice que yo he sido él que os ha clavado en la cruz, con estas mis manos, todas las veces que he osado cometer un pecado mortal.

Dios mío, mi amor y mi todo, digno de toda alabanza y amor, viendo como tantas veces me habéis colmado de bendiciones, me echo de rodillas, convencido de que aún puedo reparar las injurias con que os he inferido. Al menos os puedo compadecer, puedo daros gracias por todo lo que habéis hecho por mí. Perdonadme, Señor mío. Por eso con el corazón y con los labios digo:

A LA LLAGA DEL PIE IZQUIERDO

Santísima llaga del pie izquierdo de mi Jesús, os adoro. Me duele, buen Jesús, veros sufrir aquella pena dolorosa. Os doy gracias, oh Jesús de mi alma, porque habéis sufrido tan atroces dolores para detenerme en mi carrera al precipicio, desangrándoos a causa de las punzantes espinas de mis pecados.

Ofrezco al Eterno Padre, la pena y el amor de vuestra santísima Humanidad para resarcir mis pecados, que detesto con sincera contrición.

A LA LLAGA DEL PIE DERECHO

Santísima llaga del pie derecho de mi Jesús, os adoro. Me duele, buen Jesús, veros sufrir tan dolorosa pena.

Os doy gracias, oh Jesús de mi vida, por aquel amor que sufrió tan atroces dolores, derramando sangre para castigar mis deseos pecaminosos y andadas en pos del placer. Ofrezco al Eterno Padre, la pena y el amor de vuestra santísima Humanidad, y le pido la gracia de llorar mis transgresiones y de perseverar en el camino del bien, cumpliendo fidelísimamente los mandamientos de Dios.

A LA LLAGA DE LA MANO IZQUIERDA

Santísima llaga de la mano izquierda de mi Jesús, os adoro. Me duele, buen Jesús, veros sufrir tan dolorosa pena. Os doy gracias, oh Jesús de mi vida, porque por vuestro amor me habéis librado a mí de sufrir la flagelación y la eterna condenación, que he merecido a causa de mis pecados.

Ofrezco al Eterno Padre, la pena y el amor de vuestra santísima Humanidad y le suplico me ayude a hacer buen uso de mis fuerzas y de mi vida, para producir frutos dignos de la gloria y vida eterna y así desarmar la justa ira de Dios.

A LA LLAGA DE LA MANO DERECHA

Santísima llaga de la mano derecha de mi Jesús, os adoro. Me duele, buen Jesús, veros sufrir tan dolorosa pena. Os doy gracias, oh Jesús de mi vida, por haberme abrumado de beneficios y gracias, y eso a pesar de mi obstinación en el pecado.

Ofrezco al Eterno Padre la pena y el amor de vuestra santísima Humanidad y le suplico me ayude para hacer todo para mayor honra y gloria de Dios.

A LA LLAGA DEL SACRATÍSIMO COSTADO

Santísima llaga del Sacratísimo costado de mi Jesús, os adoro. Me duele, Jesús de mi vida, ver como sufristeis tan gran injuria. Os doy gracias, oh buen Jesús, por el amor que me tenéis, al permitir que os abrieran el costado, con una lanzada y así derramar la última gota de sangre, para redimirme.

Ofrezco al Eterno Padre esta afrenta y el amor de vuestra santísima Humanidad, para que mi alma pueda encontrar en vuestro Corazón traspasado un seguro refugio. Así sea.

Heridas de la Pasión de Nuestro Señor. Pasión entregada al Padre por sus hermanos. Hermanos que causan la muerte del Hijo por sus pecados y por sus miserias espirituales.

Las llagas de Cristo, producidas a lo largo de aquellas terribles horas de soledad e inmerecido castigo, nos muestran hasta qué punto debemos dar gracias a Dios por haber entregado a su Hijo para que la vida eterna estuviera al alcance de aquellos que había creado y mantenido a lo largo de los siglos y, luego, de los que hemos ido naciendo al mundo después de aquellas ignominiosas horas.

Pedir, orar a Dios por aquellas santas heridas supone, para nosotros, una obligación grave que no debemos olvidar. Lo es porque el Creador nos ama tanto que acepta, incluso, que pidamos por Cristo por mucho que muriera por nuestra culpa.

Por cada una de aquellas llagas pedimos porque necesitamos pedir. Es más, en este tiempo, propio de la Pasión de Nuestro Señor, necesitamos gritar interiormente ¡lo siento, hermano y Dios mío! ¡siento mis pecados porque por ellos te crucificaron y soportaste tan atroz muerte!

Llagas que merecerían un castigo eterno para sus causantes (nosotros, pecadores) pero que, al contrario y por la bondad y misericordia de Dios, fueron origen de lo buen y mejor que el Padre dio a sus hijos, creados a su imagen y semejanza.

Le damos gracias, mirando las heridas de una Pasión aceptada por Cristo, por habernos evitado la caída en la fosa de la que tanto habla y escribe el salmista porque de no haber sido por aquella muerte la humanidad entera habría sido devorada por la victoria del Enemigo o Príncipe de este mundo. Y eso ha de ser agradecido de la mejor manera que nos de a entender el Espíritu.

Le damos las gracias, y siempre serán pocas, por habernos protegido de nuestras particulares maldades y por interceder ante Dios para que sus hermanos no fueran castigados como, en realidad, merecen y merecemos.

Le damos las gracias porque al haber vencido a la Muerte con aquella, la Suya, en aquella Cruz terrible, se cerraron las puertas del Infierno para los que crean en Él, se conviertan y lleven una vida ajena al pecado mortal. Y, aunque es bien cierto que, como pecadores que somos, caemos demasiadas veces en la tentación, no por eso Cristo, con su sangre, nos libra de una muerte eterna más que merecida y segura.

Le damos las gracias, Cristo muerto por nosotros, por ser tan perseverante en el amor y tan constante en el perdón. Si perdonó a los que le estaban matando de aquella forma tan innecesaria y brutal qué no hará con aquellos que admiramos su particular entrega y su dejar el mundo para ir al Padre por cumplir la voluntad del Todopoderoso.

Y le damos gracias, también, porque con la sangre y el agua de su costado herido confirmó la realidad eucarística a la que había dado forma, una horas antes, en aquella Santa Cena y así se quedó, en efecto, con nosotros para siempre, siempre, siempre.

Damos gracias a Cristo por aquellas heridas que son, para nosotros, una ventana abierta a la vida eterna desde la que podemos mirar y ver las praderas del definitivo Reino de Dios. Y gracias que, dadas con franqueza y sin remilgos, son expresión de verdadero amor.

Eleuterio Fernández Guzmán