9.09.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie oraciones-invocaciones. Letanías de la humildad, del Cardenal Merry del Val.

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- Jesús manso y humilde de Corazón, …Óyeme.
- Del deseo de ser lisonjeado,…Líbrame Jesús (se repite)
- Del deseo de ser alabado,
- Del deseo de ser honrado,
- Del deseo de ser aplaudido,
- Del deseo de ser preferido a otros,
- Del deseo de ser consultado,
- Del deseo de ser aceptado,
- Del temor de ser humillado,
- Del temor de ser despreciado,
- Del temor de ser reprendido,
- Del temor de ser calumniado,
- Del temor de ser olvidado,
- Del temor de ser puesto en ridículo,
- Del temor de ser injuriado,
- Del temor de ser juzgado con malicia,
- Que otros sean más estimados que yo,…Jesús dame la gracia de desearlo (se repite)
- Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse,
- Que otros sean alabados y de mí no se haga caso,
- Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil,
- Que otros sean preferidos a mí en todo,
- Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda,

ORACIÓN

Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo. Amén.

La humildad es una virtud muy querida, su práctica, por Dios Creador y Padre Nuestro. Quien es humilde imita a su Maestro Cristo que fue humilde entre los humildes y sometido, siempre, a la voluntad del Padre.

Esta oración, en realidad, nos pone ante nuestro corazón aquello que puede ponernos en situación de ser humilde. Pedimos a Jesús que nos ayude a serlo porque sabemos y estamos más que seguros que con el concurso del Emmanuel tales situaciones serán llevaderas para nuestro humana soberbia y característico egoísmo.

Bien podemos ver que cumplir con lo que pedimos con la ayuda de Cristo nos pone, seguramente, en el último lugar de entre los nuestros o de entre los que en cada momento estemos. Y de eso, precisamente, se trata: ser los últimos para ser de los primeros en el definitivo Reino de Dios.

Así, si pedimos no ser lisonjeados o alabados o realidades por el estilo es que manifestamos una voluntad clara de, a pesar de lo que hayamos hecho, que sólo lo conozca Dios en lo secreto de nuestro corazón pero no nuestros hermanos los hombres. Que no conozcan quién ha hecho tal o cual bien en su favor pero sí que lo reciban con gozo.

Así, si pedimos a Cristo que nos libre de aquellos temores que tanto daño nos hacen o, lo que es lo mismo, que pueden hacer surgir nuestra humana condición, es porque sabemos que ser olvidados, calumniados o reprendidos no nos gusta nada de nada y huimos, siempre, de tales situaciones. Por eso necesitamos la ayuda de Dios para afrontar tales situaciones y le pedimos a su Hijo engendrado que nos haga fuertes y nos libre de tal temor y fomente en nosotros el santo temor de Dios.

Pero la oración aquí traída va más allá de lo que a nosotros nos pueda suceder. También pedimos, con ella, ¡gran misterio a veces imposible para nosotros!, por el bien ajeno, para que los demás se beneficien en algo y nosotros no, para que los demás sean retribuidos de cualquiera forma y nosotros… no. Y eso necesita de mucha fuerza de espíritu que pedimos a Quien la tiene toda.

Y, por último, le pedimos a Cristo, humilde entre los humildes, en efecto, ser humillados. Y lo hacemos no por algún tipo de comportamiento masoquista sino porque sabemos que la humildad suya, la que mantuvo y tuvo a lo largo de su primera venida entre nosotros es de las pocas realidades que nos puede salvar.

Eleuterio Fernández Guzmán….