16.04.13

Aborto, derecho y moral

A las 11:21 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

He oído a algún representante político decir: “Al Código [supongo que Civil y/o Penal] no se pueden llevar principios morales”. La afirmación es muy fuerte. Una de las acepciones de la palabra “derecho” es: “Conjunto de principios y normas, expresivos de una idea de justicia y de orden, que regulan las relaciones humanas en toda sociedad y cuya observancia puede ser impuesta de manera coactiva”. La alusión a los principios y a las normas, así como a la idea de justicia, no debe ser pasada por alto. Un derecho sin principios ni normas, un derecho que renuncie a expresar una idea de justicia, no es, propiamente hablando, un derecho. Es más bien una imposición por la fuerza.

Benedicto XVI, dirigiéndose al Parlamento Federal de Alemania, insistió en esa vinculación que une derecho y justicia: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín, recordaba el Papa.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? “Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”, continuaba diciendo.

La naturaleza y la razón como fuentes del derecho, como fuente jurídica válida para todos. El nexo que une naturaleza – ser - y “ethos” – deber – desaparece cuando la naturaleza, y hasta la misma razón, es valorada con criterios puramente funcionales: “Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ‘ethos’ y del derecho quedan fuera de juego”.

Benedicto XVI concluía ese discurso diciendo que también hoy desearíamos “la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz”.

El derecho, en tanto que regula las relaciones humanas en la sociedad, no es equiparable, sin más, a la moral. La moral abarca más que el derecho; tiene en cuenta todas las acciones humanas en orden a su bondad o malicia. Pero el derecho no puede estar absolutamente separado de la moral, de la justicia y del bien.

En las legislaciones positivas sobre el aborto se percibe cada vez más la separación entre ser y deber, entre moral y derecho. Se camina, eso parece a veces, hacia una mera regulación de una banda de bandidos.

Ni las leyes basadas en supuestos ni las leyes basadas en plazos son justas. Esas leyes no dan a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Las leyes basadas en supuestos reconocen que el “nasciturus” es un bien jurídico. Nada más. No una persona, solo un bien. Y cuando varios bienes entran en conflicto habrá que arbitrar cuál de ellos prevalece.

Las leyes de plazos hacen hincapié en el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo; también sobre la obligación de su propio cuerpo a llevar adelante un embarazo.

En ambos casos, el “nasciturus” es desatendido. Reducido a “bien”, privado de su condición de persona, o reducido a algo irrelevante que depende de modo absoluto, en ciertos márgenes de tiempo, de la voluntad de la madre.

Si el derecho quiere ser justo, si el derecho no quiere ser contrario a la moral, solo cabe pensar dos cosas: O el “nasciturus” es alguien o es algo. Si es alguien, si es un ser humano inocente, tiene derecho a una protección total, sin excepciones. Si es solo algo, entonces la madre podría abortar hasta el día antes del alumbramiento, sin ningún plazo.

Y ahí está la incoherencia. El ser se impone, se quiera o no, con una evidencia absoluta. Nada, o casi nada, diferencia a un feto de nueve meses no nacido de un bebé de nueve meses ya nacido. ¿Y a los cinco meses? Tampoco. En el mismo hospital habrá, posiblemente, unidades de neonatos separadas, pared por pared, de quirófanos que, acogiéndose a plazos o a supuestos, eliminan, a cargo de los presupuestos del Estado, a seres humanos en la misma etapa de gestación.

No hay un momento “claro” - con esa claridad funcional y positivista - que diferencie a lo no humano de lo humano, a la cosa de la persona. Somos, potencialmente, desde el principio, lo que podemos llegar a ser. Tampoco un bebé es un adulto, ni un adolescente un anciano.

En la Iglesia no estamos por cambalaches. La posición, con este gobierno y con el anterior, y con los que vendrán, es la misma. No puede ser otra, se comparta o no esta posición. No querer verlo así es demagogia.

Guillermo Juan Morado.