Emotivo discurso ante el clero de Roma

«Aunque esté oculto al mundo, siempre estaré cerca de todos vosotros y estoy seguro de que vosotros también lo estaréis de mí»

 

Benedicto XVI se ha despedido del clero de Roma en una emotiva reunión en la que ha contado anécdotas, ha reído y ha confiado a los sacerdotes que, aunque se retira para la oración y para el mundo permanecerá «desaparecido», estará cerca de ellos El Santo Padre, al que se le ha visto cordial y relajado, ha hablado del Concilio Vaticano II, del ecumenismo, del holocausto, del ministerio petrino y de sus experiencias personales. Además afirmó que una vez se retire dejará por completo de aparecer ante el público.Al final del discurso, los obispos y sacerdotes romanos pasaron a besarle las manos y mostrarle su cariño.

14/02/13 5:21 PM


(Aleteia/InfoCatólica) Benedicto XVI fue sido acogido con las notas del himno Tu es Petrus. «Gracias a todos por vuestro afecto, por vuestro amor por la Iglesia y por el Papa: ¡gracias!», ha dicho antes de escuchar el saludo del cardenal Vallini.

El Papa empezó su discurso asegurando que era un don especial de la Providencia poder reunirse de nuevo con el clero de la diócesis de Roma.

El Santo Padre recordó su vivencia ante el Concilio Vaticano II. «Fuimos al Concilio con alegría y entusiasmo. La espectativa era increíble», ha dicho, y ha añadido que aunque la Iglesia entonces era bastante robusta y con muchas vocaciones se sentía que empezaba a disminuir y que era cosa del pasado y no portadora del futuro. El contraste entre la Iglesia y el mundo moderno era evidente, ha explicado.

Testigo excepcional de los debates conciliares, en los que participó como experto invitado por el cardenal de Colonia – el mismo contó algunas divertidas anécdotas sobre ello –, desgranó uno a uno los temas de mayor controversia: la cuestión litúrgica, la eclesiología, el estudio de la Escritura y la relación con el mundo contemporáneo.

Pero ante todo, subrayó que no se trató de una ruptura con la tradición, y lo hizo recordando uno de los gestos más significativos del Concilio, cuando los Padres conciliares rechazaron los textos preparados con anterioridad por el Sínodo romano, y se lanzaron a un debate profundo sobre la Iglesia: no fue un acto revolucionario, subrayó, sino de conciencia.

Muchos sectores de la Iglesia en aquellos momentos, recordó el Papa, eran conscientes de su propio anquilosamiento ante los retos del mundo contemporáneo. La Iglesia, afirmó, rememorando los sentimientos de aquella época, no debía ser un ente del pasado, sino la fuerza del futuro.

Se detuvo en primer lugar en la importancia de la renovación litúrgica traída por el Concilio, pues, reconoció, había llegado un momento en que se daba de hecho «casi» una liturgia paralela: por un lado los fieles leían sus libros de oración; por otro, el sacerdote y los asistentes realizaban el acto litúrgico.

Es verdad que el Concilio no resolvió muchas cuestiones prácticas que luego han suscitado controversia, reconoció, pero sí puso el principio fundamental: hablar de Dios, y de la liturgia como adoración a Dios, poner a Dios en el centro.

Otro de los principios que el Concilio subrayó, dijo el Papa, fue poner el misterio de la Pascua como centro de la vida cristiana. A este propósito, como ya hizo en otras ocasiones a lo largo de su pontificado, recordó la importancia del domingo, que lejos de ser el «fin de semana», debe ser vivido por los fieles como el primer día, como la nueva creación.

Pero, subrayó, esta reforma buscaba favorecer la participación de los fieles en la liturgia, no cambiar el sentido de ésta. Inteligibilidad no significa banalidad, este fue un error posterior de interpretación del Concilio.

En conexión con el tema de la liturgia, el Papa abordó la cuestión de la eclesiología. Una cuestión en la que muchos han interpretado que el Concilio Vaticano II, poniendo el acento en el término «Pueblo de Dios» y «colegialidad», corregía al Vaticano I, que ponía el acento en la suprema autoridad e infalibilidad del Papa.

No fue así, subrayó el Papa, recordando que las reflexiones del Vaticano I fueron interrumpidas por la guerra franco prusiana de 1870. La infalibilidad del Papa era un elemento, pero no el único, del ser de la Iglesia. Faltaba una reflexión sobre el Cuerpo Místico.

El error de interpretación en este caso, subrayó el Papa, es haber visto a la Iglesia con ojos humanos, como un ente institucional, y no como un organismo, un cuerpo vivo espiritual. Desde esta óptica, la cuestión de la colegialidad (el gobierno de los obispos en comunión con el Papa) era vista como una lucha de poder.

La intención del Concilio iba más allá, explicó; fue insistir en el principio de la comunión, por el que el cuerpo místico es un ser completo en el que la Iglesia, cada uno de los creyentes, está unido a Cristo, y así a los cristianos de todos los tiempos.

La acuñación del término Pueblo de Dios, que expresaba la continuidad con el Antiguo Testamento, explicó el Papa, respondía más bien a la comprensión de la Iglesia desde una eclesiología trinitaria: Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios y Templo del Espíritu Santo.

Sobre la interpretación de la Sagrada Escritura, el Papa explicó que el Concilio supuso el redescubrimiento de la centralidad de la Escritura, y al mismo tiempo, de la necesidad de su interpretación por parte de la tradición de la Iglesia: si no, afirmó, la Escritura es una letra muerta que puede ser interpretada de cualquier forma.

Respecto a la cuestión de la declaración Nostra Aetae, el Papa subrayó que se trata de un documento providencial que respondía de una forma muy concreta a los desafíos de la época, especialmente después del Holocausto del pueblo judío en la Segunda Guerra Mundial. 

El Santo Padre explicó que los obispos de los países de mayoría musulmana propusieron que se evitara solo hablar de la cuestión de Israel, introduciendo una mención al islam. Y entonces se llegó a la conclusión de que tampoco se podían dejar de lado a las otras religiones importantes del mundo.