2.02.13

San Agustín y la música

A las 3:59 PM, por Raúl del Toro
Categorías : General

 

San Agustín vivió una durísima lucha interior para discernir si el deleite producido por los cantos litúrgicos era bueno o malo para el espíritu, por el riesgo de que la belleza musical llegara a obstaculizar la atención al texto sagrado. Ante muchos lectores de hoy estas amarguras pueden parecer absurdas o incomprensibles, pero la raíz del problema es muy actual. 

Ocurre por una parte que el hombre moderno, por causa de la evolución filosófica a partir sobre todo de la Ilustración, tiende a abandonarse al círculo interior de su subjetividad, encerrado en sus propias apetencias, opiniones, sensaciones e ilusiones. Organizar la propia vida conforme al orden objetivo que rige el mundo es para él una complicación inútil y caduca. De ahí la antipatía de no pocos musicólogos ante la preocupación tradicional de la Iglesia por salvaguardar el equilibrio entre el atractivo estético de la música y la preeminencia del texto sagrado, que ellos juzgan despectiva hacia el arte de los sonidos como fuente de placer inmediato.

Por otra parte, ya dentro de la Iglesia, los años del post-concilio vieron el renacer de una vieja desconfianza hacia la belleza sensible. Es una cuestión que había sido muy bien solucionada en la Iglesia Católica, como lo prueba su impresionante legado en arquitectura, escultura, pintura o música. Pero aquel espiritualismo neoplatónico un tanto peleado con la materia, tan extendido en los primeros siglos cristianos por la necesidad de purificación respecto al paganismo, volvió a asomar. No es casualidad que la eliminación en la liturgia de cualquier tipo de música de cierto nivel y elaboración artística se haya visto acompañada por una estética visual tendente a la desnudez de formas y renuente a las ilustraciones pictóricas y escultóricas. 

San Agustín, pese a su discurso filosófico de raíz griega más proclive a pensar la música que a disfrutar escuchándola, era un hombre de grandísima sensibilidad musical, hasta el punto de llegar a sentirse prisionero y sujeto por los deleites tocantes al oído (Confesiones X, 33, 49). Esto hizo que, llevada la cuestión al campo de la vida espiritual, la clásica distinción filosófica entre sentidos y razón se volviera más dramática, dando paso a la oposición entre carne y espíritu.

Esta agonía que según sus propias palabras tanto le hizo sufrir tuvo un episodio inicial gratificante: la impresión espiritual que le produjeron los cánticos de la iglesia de Milán:

¡Cuánto lloré también oyendo los himnos y cánticos que para alabanza vuestra se cantaban en la iglesia, cuyo suave acento me conmovía fuertemente y me excitaba a devoción y ternura! Aquellas voces se insinuaban por mis oídos y llevaban hasta mi corazón vuestras verdades, que causaban en mí tan fervorosos afectos de piedad, que me hacían derramar copiosas lágrimas, con las cuales me hallaba bien y contento (IX, 6, 7).

Informa San Agustín de que el canto de himnos y salmos era una costumbre originaria de las iglesias orientales. La iglesia de Milán la había adoptado poco antes con el fin de fortalecer el ánimo y ahuyentar el aburrimiento de los fieles católicos, quienes permanecían reunidos en oración durante largas vigilias junto a su obispo San Ambrosio, perseguido a muerte por la madre del emperador Valentiniano por causa de la herejía de los arrianos con que ella estaba inficionada y seducida (IX, 7, 15).

La noble emoción ejercida por los cantos milaneses atenuó los reparos de Agustín hacia el deleite musical sensible. Pero no desapareció su turbación interior respecto al efecto de los cantos sagrados en el espíritu. 

Años después San Agustín agradece a Dios que le hubiera liberado de su apego a los deleites musicales. Ya puede escuchar la música sin que sus sonidos le sujeten y detengan. Pero en ocasiones se da cuenta, y con gran dolor, de que el texto sagrado de los cantos queda a veces para él prosternado por la belleza de las melodías. Y esto le incita a un rigor contrario que él mismo constata excesivo: el de rechazar absolutamente la música en la Iglesia con el fin de garantizar la primacía de la Palabra de Dios en el entendimiento de los fieles. Viene entonces en su ayuda la consideración de su propia experiencia: fue en los principios de su vida cristiana cuando los cantos de Milán despertaron su fervor hacia la Palabra de Dios contenida en ellos. Años después, en un estadio más maduro de su vida espiritual, ese mismo fervor nacía de la mera declamación de los textos.

Así que, sin lograr librarse de sus zozobras, acabó inclinándose a aprobar la costumbre de cantar, introducida en la Iglesia, para que por medio del aquel gusto y placer que reciben los oídos, el ánimo más débil y flaco se excite y aficione a la piedad (X, 33, 50). 

Esta actitud desconfiada y vigilante ante la belleza sensible se explica bien a luz del contexto histórico. Chesterton, en su biografía de San Francisco de Asís, explica muy bien cómo en los finales de la Antigüedad grecolatina la relación del hombre con la naturaleza había alcanzado sus cotas más altas de corrupción, y cómo la Iglesia vio con claridad la necesidad de una purificación. Es el momento en que la dimensión espiritual del cristianismo, pertrechada filosóficamente de neoplatonismo, planta batalla a tan corrupto estado de cosas. 

Con el paso de los siglos y el alejamiento del paganismo esta prevención hacia la belleza sensible se fue atenuando hasta que San Francisco de Asís pudo hablar cariñosamente del hermano sol y Santo Tomás de Aquino llamar a los sentidos las ventanas de alma. Así la nueva civilización cristiana, con la inocencia recobrada, pudo llevar la Encarnación del Verbo a todas las realidades creadas, dando lugar a maravillas  inesperadas como el arte gótico, la teología escolástica o la polifonía de la escuela de Notre-Dame de París, que vendría a dividir en dos la Historia de la Música.