13.12.12

El don de la vida

A las 10:56 AM, por Daniel Iglesias
Categorías : Moral

“Dios… insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Génesis 2,7)

El Universo material creado por Dios, a través de un larguísimo proceso de evolución cósmica, se transformó en un lugar apto para el surgimiento de la vida. Los seres vivos manifiestan una organización interna y una adaptación externa maravillosas, que no pueden ser meros productos del azar. Otro larguísimo proceso guiado por la Providencia de Dios –la evolución biológica– produjo seres vivos cada vez más complejos. Finalmente Dios creó al hombre, animal racional, unidad de cuerpo y alma: cuerpo animado y espíritu encarnado. El alma espiritual e inmortal de cada ser humano es creada inmediatamente por Dios. Por su cuerpo el hombre se asemeja a los animales; por su espíritu, en cambio, se asemeja a su Creador. Como Él, es un ser personal, inteligente y libre.

“La gloria de Dios es el hombre viviente…” (San Ireneo, Adversus haereses 4,20,7)

El Universo material fue creado para el hombre; es su morada terrenal. El ser humano es la cumbre de la creación, el lugarteniente de Dios, a quien Él confía Su creación para que la cuide y la perfeccione por medio del trabajo. El hombre es el único ser del Universo material al cual Dios ama por sí mismo. A los demás seres los ama en razón del hombre y los destina a servirlo. La vida humana tiene un valor inmenso debido a la sublime dignidad de la persona humana. La vida de un único ser humano (cualquiera que sea) vale más, a los ojos de Dios, que todas las galaxias, las plantas y los animales juntos. Cumpliendo un mandato divino, los hombres han crecido en conocimiento y poder y se han multiplicado hasta dominar la Tierra. Como ser individual y como ser social, la vida del hombre es un reflejo de la vida íntima de Dios uno y trino.

“… y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo, Adversus haereses 4,20,7)

Por naturaleza –es decir, en virtud de su creación– el hombre es un animal raro, siempre insatisfecho con los bienes que posee o disfruta durante su vida terrena. Su corazón está perpetuamente inquieto. Ningún placer, ningún conocimiento e incluso ningún amor logran colmarlo definitivamente. La Divina Revelación nos permite resolver este enigma de la existencia humana, enseñándonos que el fin último de la vida del hombre es sobrenatural. El hombre ha sido creado para la vida eterna, la participación en la vida divina, la plena comunión de amor con Dios en el Cielo. Sólo puede encontrar su felicidad perfecta en este destino trascendente, inalcanzable por las solas fuerzas naturales del hombre, pero asequible por medio de la Gracia, el amor absoluto de Dios, que dona Su mismo Ser al hombre de forma gratuita e indebida.

“El día que comieres de él, morirás sin remedio” (Génesis 2,17)

El hombre, destinado por la Gracia de Dios a la salvación –o sea, a la unión con Dios–, se encuentra sin embargo amenazado por la culpa. Creado libre, a imagen de Dios, tiene ante sí dos elecciones posibles: aceptar el amor de Dios, adorarlo y obedecerlo, desarrollándose y realizándose como persona; o bien rechazar el amor de Dios, odiarlo y desobedecerlo, degradándose y frustrándose absolutamente. Nuestros primeros padres pecaron. Su pecado no consistió en querer ser como Dios, sino en buscar ese fin desconfiando de Dios, a espaldas de su amor de Padre. Este pecado original destruyó la armonía integral de la vida del hombre y dio lugar a una terrible historia de deshumanización. No obstante, Dios no abandonó al hombre al poder de la muerte, sino que siguió buscando la salvación de todos.

“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Juan 11,25)

Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo único al mundo, para salvar a los hombres. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el único Salvador del mundo. Él vino a darnos vida en abundancia, lo cual está significado por los milagros de las bodas de Caná, la multiplicación de los panes y la pesca milagrosa. Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su Hijo por amor en la Cruz, reconciliando al mundo consigo, y lo resucitó, dándonos nueva vida. Cristo resucitado nos da el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, Señor y Dador de Vida. En el Espíritu Santo y en la Iglesia (Cuerpo de Cristo) el hombre redimido por Cristo (el cristiano) puede seguir a Jesús y cumplir la voluntad del Padre, viviendo una vida de amor y perdón, de abnegación y servicio, de justicia y santidad.

“No matarás” (Éxodo 20,14)

La Gracia de Cristo capacita al hombre para cumplir la ley moral natural, es decir para actuar conforme a la verdad, creciendo como persona. La ley dada por Dios a Moisés (el Decálogo), perfeccionada por Cristo, indica las exigencias de la ley moral natural. El quinto mandamiento prohíbe el homicidio. Toda vida humana es sagrada, desde la concepción hasta la muerte. El aborto buscado como un fin o como un medio, la eutanasia voluntaria, el suicidio y la guerra son realidades gravemente contrarias a la dignidad de la persona humana. Cristo nos enseña que el Decálogo halla su plenitud en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo; este mandamiento implica el respeto, la defensa y la promoción del derecho a la vida, el primero de los derechos naturales del hombre.

Testigos del Evangelio de la Vida en una cultura de muerte

Sin la debida relación con el Creador, la creatura se diluye. En nuestra sociedad occidental contemporánea predomina la ideología secularista, que impulsa a prescindir de Dios, viviendo como si Él no existiera. En el contexto de esta ideología han proliferado formas de pensamiento y de acción contrarias al Evangelio de la Vida. En muchos países ha sido legalizado el aborto, y en algunos también la eutanasia. Las técnicas de reproducción asistida y la investigación sobre células madre implican con frecuencia la manipulación y destrucción de embriones humanos. Sobre nosotros se cierne hoy la amenaza de la clonación humana. En medio de esta cultura de muerte los cristianos son testigos del Evangelio de Jesucristo, de la Buena Noticia de Cristo acerca del hombre y de su vida.

La familia, santuario de la vida

La defensa de la vida debe comenzar en la familia, santuario de la vida y bloque básico del edificio social. En el matrimonio abierto a la fecundidad (conforme a la Ley de Dios) los esposos cooperan con el Creador, procreando a sus hijos. Éstos tienen derecho a ser engendrados de un modo humano y a nacer en una familia bien constituida. En su labor de educación de los hijos, los padres no deben descuidar la transmisión de los valores morales, especialmente el respeto a la vida humana. Las familias cristianas deben ser signos del amor de Dios Padre por la vida de los hombres. Unidas a Cristo en la Iglesia dan muchos frutos de justicia y solidaridad, practicando obras de misericordia corporal y espiritual. Siendo dóciles a las mociones del Espíritu de Dios, dan testimonio del sentido trascendente de la vida.

Daniel Iglesias Grèzes