2.10.12

1959-1962: LOS PREPARATIVOS DEL CONCILIO

RODOLFO VARGAS RUBIO

En el verano de 1959, Roma era un hervidero y no solo por efecto del calor: tanto el sínodo romano como el concilio ecuménico se hallaban ya en marcha. En lo que al concilio se refiere, el día de Pentecostés, 17 de mayo, el Beato Juan XXIII había nombrado una “comisión antepreparatoria”, encargada de los prolegómenos necesarios para la preparación en sí de los esquemas que servirían de base de discusión en el aula conciliar. Esta comisión estaba presidida por el cardenal secretario de estado Domenico Tardini (que tenía a su cargo también la congregación romana para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios) y tenía por secretario a Mons. Pericle Felici, auditor de la Sacra Rota. En ella estaban representados todos los dicasterios de la Curia a través del secretario (o equivalente) de cada uno de ellos.

Su trabajo consistía en trazar en establecer de una manera general la temática del concilio a través de una consulta universal con el objeto de averiguar los vota (expectativas) y consilia (pareceres) de las instancias católicas más representativas sobre las más diversas cuestiones tocantes a la vida de la Iglesia. Asi, se realizó la encuesta bajo la forma de cartas, enviadas: el 29 de mayo, a los dicasterios de la Curia Romana; el 18 de junio, a los obispos residenciales y a los ordinarios de todo el mundo, y el 18 de julio, a las facultades de teología y derecho canónico de todas las universidades católicas. A finales del verano comenzaron a llegar las respuestas, que eran ordenadas y clasificadas por tema (según los criterios tradicionales de la teología y del derecho canónico) para después escribir las propuestas en forma sintética en schedule (fichas).

Se trató de un verdadero y propio sondeo de opinión (además, sin limitaciones de ninguna especie), al estilo de los que hoy en día son ya cosa corriente en la sociedad moderna, que -en esto como en otras cosas- no es tan pionera como cree. Ya el Beato Pio IX había lanzado esta especie de encuesta para preparar el Vaticano I y, de hecho, la comisión establecida por Pio XII para su frustrado concilio tuvo en cuenta ese material. A propósito, en una de las sesiones generales de la comisión antepreparatoria se recordó que en el Santo Oficio obraba toda la documentación de los trabajos de 1948-1951, cuya utilidad no era poca. Hay que decir que la labor desarrollada fue, a la par que ímproba, prolija, impecable y eficiente.

Esta primera fase previa al concilio se prolongó hasta el 8 de abril de 1960, fecha en la que el cardenal Tardini presentó al Beato Juan XXIII los resultados de los trabajos en un extenso documento: “Cuestiones a plantear en el futuro concilio ecuménico”. Comprendia los siguientes capítulos: De veritate sancte custodienda (Sobre la verdad, que santamente se ha de guardar), De sanctitate et apostolatu clericorum et fidelium (Sobre la santidad y apostolado de los clerigos y los fieles), De ecclesiastica disciplina (Sobre la disciplina eclesiástica), De scholis (Sobre las escuelas) y De Ecclesice unitate (Sobre la unidad de la Iglesia). El Papa dio por terminados los trabajos de la comision y la disolvio.

En ese mismo año, el 31 de enero, el sínodo romano había sido solemnemente clausurado. Sus constituciones se dividían en tres vastos libros conteniendo nada menos que 755 articulos, en los que se trataba sobre materia doctrinal, moral, disciplinaria y liturgica, descendiendo a detalles de carácter practico. Fueron promulgadas por el Papa en acto de gran ceremonia -que tuvo lugar en San Pedro- el 28 de junio de 1960, mediante la Constitución apostólica “Sollicitudo omnium ecclesiarum”, que lleva fecha del día siguiente. El buen papa Juan, dijo en esa ocasión que esperaba que el sínodo fuese un avviamento (“encaminamiento”) del concilio Vaticano II. La verdad cruda es que todo lo que en aquel se estatuyó se convirtió en letra muerta.

Ese mismo mes de junio, el día 5 (fiesta de Pentecostés), el Santo Padre había publicado el motu proprio “Superno Dei nutu”, por el cual creaba una comisión central preparatoria de los trabajos del próximo concilio ecuménico. Estaba ésta diseñada sobre el modelo de los dicasterios de la Curia Romana componiéndose de once comisiones (teológica, de obispos y diócesis, para la disciplina del clero y del pueblo, de religiosos, de la disciplina de los Sacramentos, de liturgia, de estudios y seminarios, para las Iglesias orientales, de las misiones, del apostolado laico y Acción Católica y del ceremonial), presididas cada una por un cardenal a cargo del dicasterio con jurisdicción sobre el tema en cuestión, el cual proveía también al correspondiente secretario.

Todo el trabajo se coordinaría a través de una comisión central presidida por el propio Papa y habría, además, tres secretariados (para la unión de los cristianos, de comunicación y hospitalidad, y administrativo). La preparación del concilio no sería obra exclusiva de la Curia Romana, ya que participarían en las comisiones, prelados y expertos (periti) de todo el mundo (incluso seglares). Es significativo el hecho de que, entre estos últimos, hubo teólogos de los que caían bajo la desaprobación de la “Humani generis” como representantes de la Nouvelle Theologie. El 14 de noviembre de 1960, se abrió oficialmente la fase preparatoria del concilio. Las diferentes comisiones se reunían diariamente por separado y en ellas se discutía sobre el material recibido de la comisión antepreparatoria para preparar los proyectos de texto que servirían de base a los futuros decretos conciliares. La comisión central se reunía cada cierto tiempo (lo hizo siete veces en todo el transcurso de esta fase, en sesiones de ocho días de duración cada una) y en ella participaba directamente el beato Juan XXIII, quien mantuvo una firme mano rectora sobre los trabajos de la comisión. En varias ocasiones aparecía también por las demás comisiones, pero entonces se limitaba a escuchar las deliberaciones.

Conforme iban avanzando los trabajos, el Santo Padre aclaraba la orientación que debía tener el concilio a través de sus discursos y documentos oficiales y fuentes oficiosas (como los artículos de L’Osservatore Romano). De todos modos, su pensamiento acerca de la cuestión ya lo había expresado en estas palabras de su encíclica programática “Ad Petri cathedram” de 29 de junio de 1959: La finalidad más importante del concilio será promover el crecimiento la fe católica y una saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano, poner al día la disciplina eclesiástica según las necesidades de nuestros tiempos; lo que, sin duda, constituiría un maravilloso espectáculo de verdad, unidad y caridad.

La actividad de las comisiones fue ingente y fecunda: en poco mmás de un año se elaboraron los 70 schemata (esquemas) que habían de presentarse en el aula conciliar para su discusión. Uno de los componentes de la comisión central preparatoria era el cardenal Joseph Frings (1887-1978), arzobispo de Colonia. El dato es interesante porque se trataba del ordinario del lugar en el que se erigía la Universidad de Bonn y, por lo tanto, el profesor Ratzinger dependía canónicamente de él. De hecho se conocieron en ocasión de una conferencia que, sobre la teología del Concilio, pronunció este ultimo en la Academia Católica de Bensberg y a la que Frings asistió, quedando inmediatamente impresionado por el talento del joven catedrático bávaro, con quien habló largamente: nacía así una larga colaboración. Ahora bien, oigamos lo que sobre esos esquemas escribe Ratzinger:

Como miembro de la Comision Central para la preparación del Concilio, el cardenal Frings recibió los esquemas preparatorios (schemata), que debían ser presentados a los padres conciliares después de la convocatoria de la Asamblea Conciliar para ser discutidos y aprobados. El me envió estos textos regularmente para que le diese mi parecer y las propuestas de mejora. Obviamente, tenía alguna observación que hacer sobre diferentes puntos, pero no encontraba ninguna razón para rechazarlos por completo, como después, durante el Concilio, muchos reclamaron y, finalmente, consiguieron. Indudablemente, la renovación bíblica y patrística que había tenido lugar en los decenios precedentes había dejado pocas huellas en estos documentos que daban así una impresión de rigidez y de escasa apertura, de una excesiva ligazón con la teología escolástica, de un pensamiento demasiado erudito y poco pastoral; pero hay que reconocer que habían sido elaborados con cuidado y solidez en sus argumentaciones.

La verdad es que nunca un concilio en toda la Historia de la Iglesia había sido mejor preparado de lo que lo estaba siendo el Vaticano II. Bien es verdad que ya el beato Pio IX había querido que el Vaticano I fuera organizado concienzudamente y así fue, pero las limitaciones de la época y los trastornos políticos hicieron pesar sus condicionamientos. Esta vez existían muchos más adelantos técnicos y las comunicaciones se habían vuelto rápidas y expeditas, lo que facilitó grandemente la labor previa a la magna asamblea. No se crea, empero, que la elaboración de los esquemas fue un camino de rosas. Hubo ya en el seno de las comisiones pareceres divergentes y tendencias encontradas, que hacían prever que los debates conciliares serian vivos.

El 20 de junio de 1962, la comisión central aprobaba y aceptaba los resultados de los trabajos de las diversas comisiones y daba por concluida la fase preparatoria del concilio, que -en el interin- había sido solemnemente convocado para el mediante la constitución apostólica “Humanae salutis” de 25 de diciembre de 1961. El 6 de agosto de 1962, por el motu proprio “Apropinquante concilio”, el Santo Padre promulgaba el reglamento para el funcionamiento del Vaticano II. En fin, el 11 de septiembre, a un mes exacto de su esperada apertura, el beato Juan XXIII enviaba el mensaje “Ecclesia Christi lumen gentium” al mundo entero, pidiendo las oraciones de todos para el éxito del concilio ecuménico.

Durante todo el tiempo que había durado la larga preparación del que iba a ser el acontecimiento más importante para la Iglesia en los últimos tiempos, las tensiones políticas mundiales se habían agudizado hasta provocar dos importantes crisis que hicieron que la Guerra Fria se caldease. La primera, la construcción (comenzada el 13 de agosto de 1961), por las autoridades soviéticas, de un muro dividiendo definitivamente Berlin, al no haberse puesto de acuerdo Nikita Khruschev y el presidente Kennedy sobre los llamados “three essentials” (puntos clave), a saber: el mantenimiento de la presencia occidental en el sector oeste, la conservación del derecho de libre acceso y la libre elección por Berlin oeste de su régimen político. La decisión se había tornado debido al paso masivo de cada vez un mayor número de berlineses del sector este al controlado por los occidentales, lo que constituía un mentís al supuesto bienestar del “paraíso” comunista. A lo largo de 120 kilómetros se estableció un sistema de obstáculos electrificados y vigilados por guardias munidos de ametralladoras que rodeaba todo Berlin oeste y que se conoció como “el muro de la vergüenza”, símbolo del totalitarismo soviético y siniestro altar donde fueron inmoladas a la utopía marxista decenas de víctimas que no consiguieron burlar la vigilancia del régimen policiaco de Walter Ulbricht, el testaferro alemán de Moscú.

La segunda de las crisis iba a estallar coincidiendo con el comienzo del concilio ecuménico y fue la más grave: la de los misiles de Cuba. En este caso el peligro de una Tercera Guerra Mundial fue más real que nunca. En la llamada “perla del Caribe” había ocurrido una revolución política, acogida al principio con entusiasmo por una población ilusionada con la idea de salir de una práctica dictadura. El nuevo régimen acabó por revelarse como un satélite de la Orbita soviética, que Para los Estados Unidos constituía una violación de los pactos por los que se había repartido el mundo con la Unión Soviética en zonas de influencia después de la victoria aliada en 1945. El 14 de octubre de 1962, aviones norteamericanos fotografiaron lo que parecían ser misiles atómicos apuntando hacia territorio estadounidense, montados sobre rampas de lanzamiento construidas en Cuba. Después de haber rozado el ataque nuclear y el desencadenamiento de una terrible hecatombe, el 26 de octubre envió el presidente Kennedy un mensaje conciliador a Khruschev, en base al cual se iniciaron las negociaciones de un acuerdo, que puede considerarse como el primer paso hacia el fin de la Guerra Fria.