3.03.12

En una montaña alta

A las 3:56 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Las lecturas de la Palabra de Dios del domingo II de Cuaresma evocan acontecimientos que han tenido lugar en la montaña. Abrahán acude, por mandato de Dios, al país de Moria, donde se dispone a ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac “sobre uno de los montes” (cf Gén 22). Jesús, en el umbral de la Pascua, de su muerte y resurrección, se transfigura delante de tres de los suyos en una “montaña alta”, el monte Tabor. En el trasfondo de las lecturas se perfila un tercer monte, el Calvario, en el que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte por nosotros (cf Rom 8,31-34).

Moria es el país a donde Abrahán se dirige, siguiendo la llamada de Dios. La Liturgia de la Iglesia se refiere a Abrahán con el título de “nuestro padre en la fe”. Él personifica la obediencia en la que consiste la fe; la sumisión libre a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma (cf Catecismo 144). Dios ordena a Abrahán sacrificar a su propio hijo en un monte para poner a prueba su fe. Sin embargo, el ángel del Señor detuvo la mano de Abrahán. Un carnero enredado por los cuernos en la maleza sirvió de víctima para el sacrificio, en lugar de Isaac.

San Marcos sitúa en una montaña alta el episodio de la Transfiguración del Señor (cf Mc 9,2-10). Jesús es el verdadero Isaac, el “Hijo muy amado” del Padre que, en la proximidad de su Pasión, muestra su gloria divina revelando que el camino a la Resurrección, de la que la Transfiguración es sólo un anticipo, pasa por el sacrificio de la cruz. Ya Elías y Moisés, los profetas y la Ley, habían anunciado los sufrimientos del Mesías. Se confirma así la confesión de fe de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Sí, Jesús es el Cristo, el Ungido, el Mesías, el Siervo sufriente que “no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28).

El monte del sacrificio del país de Moria y el monte de la gloria de la Transfiguración parecen preludiar un tercer monte, el monte Calvario. Dios, que detiene la mano de Abrahán para preservar a Isaac, no ahorró a su propio hijo, “sino que lo entregó a la muerte por nosotros” (Rom 8,32). Cristo es aquel carnero enredado en la maleza de la historia que ocupa nuestro lugar en el sacrificio, para expiar nuestras culpas – esa inmensa masa de culpa que pesa sobre la historia de los hombres –.

Él es, en verdad, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Inocente que muere por los culpables. Pero la desfiguración del Calvario se convierte, por la Resurrección, en la Gloria de la Pascua, en la Luz nueva, más refulgente que la del Tabor, con la que el Señor vivo nos ilumina y nos envuelve.

Santo Tomás de Aquino comentaba que si por el Bautismo de Jesús fue manifestado el misterio de la primera regeneración, que acontece en nuestro Bautismo, la Transfiguración “es el sacramento de la segunda regeneración”, nuestra propia resurrección (STh 3, 45, 4, ad 2; cf Catecismo 556).

Ya ahora, en virtud de la fe y de los sacramentos, el Espíritu Santo, que junto con la palabra del Señor transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nos incorpora al dinamismo de la Resurrección, en la espera de la gloriosa venida de Cristo al fin de los tiempos, cuando Él “transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3,21).

Mientras tanto, nos toca a nosotros, en obediencia al Señor, transfigurar el mundo haciendo que sea más conforme con el Reino de Dios. Luchando por construir la cultura de la vida y la civilización del amor; denunciando todo aquello que atente contra la dignidad de la persona humana; propiciando una sociedad libre, respetuosa con todos, que no quiere dejar en la cuneta a los más débiles y desfavorecidos.

El cielo y la tierra pasarán; pasarán las ideologías y los regímenes políticos, pero las palabras de Cristo no pasarán. Y tampoco pasarán al olvido, ni serán reducidos a la nada, los esfuerzos encaminados a perfeccionar esta tierra: “Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: ‘reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz’. El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 39).

Con palabras dirigidas a los jóvenes por el beato Juan Pablo II, podemos decir a los que luchan por transformar la tierra según el querer de Dios: “Cuando la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la realidad que nos rodea. En el corazón de la noche podemos sentir temor e inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora. Queridos jóvenes, ¡a vosotros os corresponde ser los centinela de la mañana (cf. Is 21,11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo resucitado!” (“Mensaje”, 25 de julio de 2001).

Que ese Sol, Cristo Resucitado, ilumine la noche del mundo y brille cada día en nuestra vida y en nuestras acciones.

Guillermo Juan Morado.