Navidad, el camino hacia la paz

 

 

“Hasta que uno no sienta la verdadera alegría que nace del corazón, la Navidad, no existe. Todo lo demás es apariencia. No son los adornos, no es la nieve, no es el árbol, ni la chimenea.
La Navidad es el calor del amor que vuelve a nuestro corazón, la generosidad de compartirla con otros y la esperanza de seguir adelante”

Anónimo
 

 

 César Valdeolmillos Alonso | 15.12.2011


La cultura, no es lo que se aprende en las aulas. La cultura de un pueblo, es algo mucho más grande y universal; es aquello en lo que nos refugiamos y nos encontramos a nosotros mismos. Es algo tan profundo que se enraíza en nuestras propias entrañas, precisamente porque como dice Antonio Gala, nos impregnamos de ella “por la vía láctea”, generación tras generación.

La cultura nace con el paisaje que vemos cada día al despertar, se impregna del clima que nos envuelve y se nutre de la tierra que pisamos. Cada uno de estos factores, es como la mordida que el escultor hace con el cincel en la piedra y que va moldeando nuestra forma de pensar, de vestir, de comer, de comportarnos; de ser.

Como fruto de esa fina lluvia que nos empapa cada día, se van forjando costumbres, hábitos, rutinas y usanzas que llegan a convertirse en aquellas tradiciones que conforman en el carácter de los pueblos.

Por ello, porque esos usos y conductas brotan de la raíz más profunda de nuestro ignoto acontecer, al final terminan por convertirse en ese rito casi sagrado al que llamamos tradición.

Con frecuencia, la tradición posee mucha más fuerza que el rigor de la autenticidad de los hechos y por supuesto, que la de las propias leyes que nos son impuestas. Pero la transmisión de generación a generación durante siglos —a veces milenios— de un pensamiento, una práctica, una inquietud o un sentimiento, no la podremos arrancar jamás de nuestro interior, porque forma parte de nuestro propio yo.

Cuando llegan estas fechas, el mundo occidental, tan dividido entre sí en tantísimos aspectos, unánimemente pone de manifiesto aquellos valores que nos son propios y comunes, por historia, por tradición, por cultura y religión. Todos los pueblos, cada uno con sus características y peculiaridades, conmemoran y celebran un suceso que cambió y dio contenido a nuestra existencia. El nacimiento del Niño Dios.

Y cual si fuera la estrella anunciadora, hasta en el más apartado y humilde rincón, encontraremos una luz que nos anuncia la Navidad. Es un acontecimiento que lo celebramos de forma integral y en el que mezclamos lo religioso con lo profano, lo social con lo gastronómico. Supongo que es la profunda significación de la Buena Nueva, la que hace que nos invada el deseo de mostrar nuestro afecto a los demás.

Por eso las ciudades y los comercios se engalanan y por donde quiera que dirijamos nuestra mirada, encontraremos algún símbolo que nos está diciendo que estamos en vísperas del gran acontecimiento.

Son fechas en las que necesitamos mostrar a los demás aquello bueno que todos llevamos dentro y cuando a alguien le deseamos “Felices Navidades”, lo hacemos abiertamente, de corazón y sentimos la necesidad del afecto que proporciona la amistad sincera y desinteresada, percibimos el valor de la familia estrechamente unida, como apretado racimo de uvas unidas a un mismo tallo. Solo cuando alguno de los granos se ha desprendido del racimo, este se siente huérfano, indefenso y desasistido y el corazón de los demás sangra por su ausencia.  

Es en estas fechas cuando todos deseamos de corazón sentirnos unidos y volver a reencontrarnos con nuestras raíces; volver a vivir aquellas escenas de las que fuimos protagonistas siendo niños; cómo llenos de ilusión descubrimos la magia de esa muñeca o de ese coche de hojalata tantas veces anhelado; como esperábamos con deseo esos sencillos, pero extraordinarios lujos como la batata o el turrón de Gijona. Aún me parece estar viendo en las plazas los regimientos de pollos y pavos que graznaban como presintiendo su inevitable destino y que por estos días los aldeanos traían para la cena de nochebuena, esa que se hacía solamente una vez al año, y que nuestra madre preparaba con esmero en la cocina durante todo el día. Todavía me parece   respirar el olor característico que desde las estufas instaladas en la calle por las castañeras, desprendían las castañas asadas, que por unas monedas, compraba la gente en un cucurucho hecho de papel de periódico.

¿Quien de nosotros, de pequeños, no ha recorrido las recoletas calles de su barrio tocando la zambomba y pidiendo el aguinaldo? No eran pocos los que llamaban a la puerta de nuestra casa con una tarjetita en la mano felicitándonos la Navidad y esperando la gracia de la calderilla que tuviéramos a mano.

Por las calles, la gente discurría admirando a ambos lados esas mercancías extraordinarias que los comerciantes exhibían en sus escaparates y que la mayoría no podíamos comprar. Pero donde nos parecía entrar en un mundo mágico, era en esa plaza que hay en cualquier ciudad del mundo, con sus tiendas de juguetes y los tenderetes puestos con aquellos Belenes hechos con figurillas de barro; el pastorcillo con sus ovejas, la mujer lavando a la orilla del río, el castillo de Herodes, el misterio con la mula y el buey y esa idea ensoñadora que desprendía la majestuosidad de los tres reyes que, desde lo alto de unas cumbres, parecían anunciar el ansiado juguete que esperábamos nos dejaran en la noche de la ilusión; esa noche en la que nos acostábamos pronto después de haber dejado los zapatos junto a una copa de anís, un polvorón de esos que se te quedaban atrancados en la garganta y no había forma de que pasase, y algo de paja para los camellos. Nos íbamos a la cama hechos un manojo de nervios con la pícara esperanza de ver aparecer a los magos, hasta que el sueño nos rendía. Al despertar, corriendo descalzos; con la expectación reflejada en nuestros inocentes rostros, salíamos zumbando de nuestras camas hacia donde esperábamos que la fábula de nuestro anhelante deseo, se hubiese hecho realidad. Con frecuencia nos encontrábamos con algo muy diferente a aquello con lo que habíamos tanto tiempo soñado, pero aún así nos sentíamos felices con aquella muñeca o caballo de cartón piedra que lucíamos después alegres y gozosos ante nuestros vecinos.

Hoy todo es diferente. No estoy muy seguro de que en este aspecto hayamos progresado. Los niños de nuestros días eligen el objeto de sus sueños mirando el catálogo de unos grandes almacenes y pocas cosas hay que les llamen la atención, porque lo tienen todo. El encanto de ver lo que les han dejado los magos, les dura el tiempo que tardan en romper el papel de colorines que envuelve las cajas de los regalos. Antes solo nos encontrábamos con un humilde juguete, que para nosotros, era la joya más preciada del mundo. Ahora reciben una montaña de artefactos electrónicos en los que el niño es un objeto pasivo de las maravillas que hace la máquina, pero con la que no disfrutan porque han dejado de ser protagonistas. Nosotros hacíamos correr al coche empujándolo con nuestras manos o vistiendo y peinando a la muñeca. Éramos los actores principales de nuestros juegos. Hoy el niño se limita a mirar lo que hace el artilugio electrónico recibido y como, por fuerza, ha de limitarse a ser mero espectador en lo que debía ser el actor principal, se aburre y a la media hora, el ingenio, que tan caro ha costado, se ve abandonado en un rincón, mientras el crío, con gran decepción de sus padres, trata de entretenerse con ese mundo ficticio, pero mágico para él, que son los dibujos animados de la tele.

Los mayores ya no tomamos pavo en la nochebuena. Ahora cenamos con esas cosas a las que le hemos dado un nombre tan cursi como el de “delicatesen”.

Ya son pocos los hogares en donde la familia reunida, pasa como lo hacían antes, horas inolvidables montando el belén. Ahora nos limitamos a comprar en las tiendas de artículos chinos, un árbol de Navidad de plástico, y lo adornamos con unas cuantas bolas y guirnaldas, en menos de media hora.

Vivimos unos tiempos en los que todo ha de ser rápido y prefabricado, y aún así, nos falta día para todo. Hoy los minutos se nos escapan de entre las manos, como el agua de entre los dedos, sin darnos cuenta que pasamos la vida sin vivir, hasta que de pronto, toda nuestra existencia, se concentra en un solo instante.

Es entonces cuando el pasado ataca al presente sirviéndose de los implacables recuerdos. Recuerdos que son las raíces de todo nuestro acontecer. Pero esas raíces, que han sido y son el sustento en nuestro viaje por este mundo, no deben conservarnos aprisionados solo al pasado, sino que deben ser el sostén para mantenernos siempre firmes en unos valores que miren hacia un nuevo amanecer.

No nos confundamos y tengámoslo muy claro. La Navidad, es la ternura del pasado, el valor del presente y la esperanza del futuro, que es lo que representa siempre una nueva vida —en este caso,  la del Niño Dios— que con su nacimiento nos mostró el camino que conduce a la paz.

César Valdeolmillos Alonso