El prefecto para la Evangelización de los pueblos se suma al SOS por Somalia

Filoni: "El Cuerno de África espera gestos de solidaridad o un fin trágico"

"Doce millones de africanos corren peligro de morir por la carestía y la sequía"

L'Osservatore romano, 02 de agosto de 2011 a las 12:30

(L'Osservatore romano).- El 31 de julio en San Fele (Potenza) -ciudad natal de Justino de Jacobis, misionero paúl y evangelizador de Etiopía - el arzobispo prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, Fernando Filoni, celebró la misa conclusiva de las celebraciones por el 150° aniversario de la muerte del santo obispo (el 31 de julio de 1860 en Zula, Eritrea). En su homilía dijo que "precisamente la tierra tan amada por el santo obispo de Nilopolis espera hoy gestos de solidaridad para evitar un trágico fin".

Jesús comienza una serie de curaciones que parecen no acabar nunca. Desfila ante él toda la humanidad que sufre. Numerosas personas enfermas quedan curadas. Una acción increíble e ininterrumpida, aunque Jesús sabe bien que el prodigio que ha venido a realizar debe entrar en profundidad. El corazón del hombre será el centro de su misión. En efecto, vino a la tierra para revelar el rostro misericordioso del Padre, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4).

 He aceptado con alegría la invitación a presidir esta Eucaristía, con la que se concluye el ciclo de celebraciones por el 150° aniversario del nacimiento de san Justino de Jacobis, evangelizador de Etiopía, además de apóstol de nuestro pueblo. Esta tierra fue fecundada por su heroico testimonio de vida. Así pues, era justo conmemorar su ejemplar figura de misionero que, como dijo el siervo de Dios Papa Pablo VI el 26 de octubre de 1975 con ocasión de su canonización,  «sólo tiene un defecto, el de ser demasiado poco conocido». 

 Nace en San Fele el 9 de octubre de 1800. Se traslada con su familia a Nápoles y, a continuación, a Pulla, donde prosigue sus estudios teológicos. Ordenado sacerdote en la catedral de Brindis, como religioso paúl, después de doce años de ministerio en esa región vuelve a Nápoles para asistir a los enfermos de cólera. Acogiendo un llamamiento lanzado por  Propaganda Fide a su instituto religioso, a  los 38 años el padre Justino parte para el norte de Etiopía.

Aprende a amar al pueblo abisinio, su cultura y sus tradiciones. Se dedica con empeño al estudio del ghe’ez, la lengua litúrgica indispensable para comprender los textos sagrados de la antigua tradición teológica etiópica. A los diez años de su llegada a Etiopía, es nombrado vicario apostólico de Abisinia, y recibe la ordenación episcopal de manos del cardenal  Guglielmo Massaia.

Estatua de san Justino en San Fele

Además de abrir un seminario para el clero indígena, funda numerosas estaciones misioneras.  En vez de la evangelización de las ciudades, prefiere la de las zonas rurales, las más  abandonadas, pobladas por los más pobres y humildes.

Elige un estilo de vida misionera itinerante, modalidad a la que permanece fiel hasta su muerte, manteniendo una metodología misionera sencilla.  Con una pequeña tienda recorre las aldeas. Se desplaza a pie, apoyándose en un bastón. Encuentra refugio en las cuevas, durmiendo con los pastores y con el ganado. Sufre pruebas de toda clase, incluidos cinco años de destierro, tras la persecución del negus Teodoro II.

Hombre manso y generoso, se entrega al apostolado y a la formación del clero local. Sufre el hambre, la sed, e incluso la cárcel. Muere en Zula, Eritrea, el 31 de julio de 1860. Allí se conservan y veneran sus restos.

  La singular figura de san Justino ilumina un domingo que la liturgia dedica al tema del pan, preludio de la Eucaristía, «el pan vivo bajado del cielo» (Jn  6, 51).

 El evangelista san Mateo da a entender cuán extraordinaria era la intuición de la gente, capaz de seguir, casi perseguir, a aquel joven Mesías de Nazaret. Hombres y mujeres dejan sus ocupaciones diarias par correr tras él. Conquistados por sus palabras, lo siguen por todas partes. Lo preceden incluso más allá del lago, a un lugar que debía permanecer  «secreto». Jesús necesitaba un poco de descanso, pero el amor vence. Compartir los afanes y las preocupaciones de la multitud, escuchar sus penas es parte de la solicitud del pastor.

Está dispuesto a aliviar la pesada carga de la humanidad que sufre. La debilidad ajena, usada por algunos para discriminar o esclavizar, es para él oportunidad de gracia.

 Es difícil que se busque a Jesús por Jesús, es decir, por la misión que el Padre le ha confiado. A veces se lo busca por otras razones: una incitación, un favor, una curación. La gente está tan deseosa de ver prodigios que no se percata de que cae la tarde. La oscuridad coge a todos desprevenidos y plantea el problema de la comida, sobre todo porque el lugar está aislado. Ante la apremiante invitación de los apóstoles a despedir a la multitud, Jesús dice: «Dadles vosotros de comer» (v. 16).

Jesús tiene en mente un signo asombroso que, sin embargo, no quiere realizar él solo. Pide colaboración y le brindan la contribución de cinco panes y dos peces. Lo poco se convierte en ocasión de saciedad si se vive como don; en cambio, se transforma en miseria si se quiere conservar por avaricia. Dios necesita de nosotros para multiplicar su presencia de amor.

 La multiplicación de los panes y los peces es anticipación de la Eucaristía, un alimento verdadero, no metafórico: «Mi carne es verdadero alimento y mi sangre es verdadera bebida» (Jn  6, 55) (cf. Ecclesia de Eucharistia, 16). Con solo cinco panes y dos peces se sacian más de cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, es decir, una multitud de siete u ocho mil personas. No todos lo merecían. Entre la multitud había hombres buenos y pecadores, discípulos y curiosos, amigos y adversarios. Jesús no hace discriminación. En el momento del hambre, para él todos son iguales. Ante Jesús no hay cuentas por pagar, ni mérito del cual jactarse. Una abundante cena de pescado y con buen pan gratis. El hambre es un argumento suficiente para que él realice el milagro.

  La indigencia sigue llamando a las puertas de la historia. Nos lo viene repitiendo en estas semanas el Santo Padre Benedicto XVI, recordando que casi doce millones de africanos corren peligro de morir por la carestía y la sequía que azota al Cuerno de África. Precisamente la tierra amada por san Justino de Jacobis a la que se unió para siempre. Un pueblo inmenso espera allí gestos de solidaridad o un fin trágico. Para que todos puedan sentarse a la mesa del planeta hace falta que los hijos de un mundo a menudo despilfarrador compartan sus bienes con los que viven la humillación de la desnutrición.

«Dadles vosotros de comer» es una orden precisa de Jesús. Donde el bienestar de algunos se construye con el empobrecimiento de otros hay también un deber de restitución. Pero la multiplicación de los panes y los peces se proyecta sobre otra multiplicación de un alimento que viene de lo Alto, sobre la Eucaristía, alimento para la vida eterna. Cada vez que celebramos la Eucaristía se produce el milagro de Dios que se da todo a todos. Jesús es la respuesta plena y duradera al hambre de absoluto que anida en el corazón humano. Hoy, como ayer, multitudes de criaturas buscan a Jesús, tienen hambre de él, que siente compasión pero pide colaboración. Necesita discípulos dispuestos a dividir el pan de la vida eterna. 

  «Todos comieron y quedaron saciados; y recogieron doce canastos de las sobras» (v. 20). Las más antiguas representaciones de la Eucaristía muestran un canasto con cinco panes y, a su lado, dos peces. También lo que estamos haciendo en este momento es una multiplicaión de los panes: el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. A los que hemos venido para celebrar los sagrados misterios se nos ha encomendado también la tarea de «recoger las sobras», de transmitir la Palabra también a quien no ha participado en el banquete. Queridos amigos, a cada uno de nosotros se nos ha encomendado la tarea de ser repetidores y testigos del mensaje que hemos recibido como don.

Había entendido bien  estos pensamientos San Justino de Jacobis, quien  mediante instrumentos sencillos supo dejar espacio a la obra de Dios entre su gente. A los ciento cincuenta años de su muerte, su recuerdo sigue vivo en Etiopía y en Eritrea. 

  Después de san Frumencio, llamado  «el revelador de la Luz», los católicos eritreos y etíopes consideran a san Justino su nuevo padre en la fe porque, a través de una actividad incansable, hizo revivir la Iglesia católica en su tierra.  Encomendemos a Dios, en esta época de apuros, las dificultades de la Iglesia misionera especialmente en África, y las inevitables pruebas de esta Iglesia diocesana. Que el Señor Jesús nos conceda celo apostólico, clarividencia de fe y caridad efectiva.

  Fernando Filoni
2 de agosto de 2011