30.04.11

Juan Pablo II, un testimonio extraordinario

A las 1:10 AM, por Andrés Beltramo
Categorías : Papas
 

La beatificación de Karol Wojtyla es inminente, sólo faltan unas horas. La vorágine informativa en torno a esta polifacética figura invadió literalmente El Vaticano. Dos mil 300 periodistas se aprestan a transmitir el magno evento a millones en todo el mundo. Un acontecimiento histórico. En medio de esta carrera por ganar la última nota, este viernes tuve la fortuna de escuchar un testimonio extraordinario: la enfermera del Papa confió, a un grupo reducido de periodistas, las últimas horas del pontífice polaco desde su muy personal perspectiva.

Se llama Rita Megliorin y acudió al Santo Padre de enero a abril de 2005. Su relato ofrece una visión particular de un personaje que todos, católicos o no, sintieron cerca en algún momento de su vida. Por eso compartimos con los amigos de Sacro&Profano estas líneas, como homenaje póstumo a Juan Pablo II, al tiempo de invitarlos a seguir la completa cobertura que de la beatificación estamos realizando en Roma a través de Twitter y Facebook.

“SANTIDAD, BUEN DIA, HOY HAY SOL”
Por Rita Megliorin / 29 de Abril de 2011

Si tuviera que atribuir una característica principal a Juan Pablo II, más que el grande le llamaría el simple, quizás por esto fue que pudo comunicar con todos, porque él hablaba un lenguaje universal y con su mirada llegó a tocar el corazón de todos, porque era una mirada cargada de amor. Al principio consideré nuestro encuentro como puramente profesional, el Santo Padre estaba mal, necesitaba asistencia y yo pensé poder servirle en un modo bastante competente.

Nuestro modo de saludarnos era este: la mañana entraba, subía las persianas y él generalmente se levantaba muy temprano, iniciaba la oración a las 3 o 4 de la madrugada. Lo saludaba diciendo: “buen día Santidad, hoy hay sol” porque todos los días eran soleados durante la enfermedad del Papa.

Después de decir esta frase me volteaba hacia él que me bendecía, entonces yo me arrodillaba y él me acariciaba la cara. Así comenzaba nuestra jornada. El sol, la fuerza de la luz, fue el elemento fundamental que nos unió, esta fuerza continuó hasta el último día porque ese día, el 2 de abril de 2005, en Roma había sol.

Yo cumplía con mi deber de enfermera inflexible y él cumplía con su rol de enfermo inflexible, exigente. Siempre fue puesto al corriente de todo, él quería saber las condiciones y cuando no comprendía me miraba en un modo particular, quería decir que debía ser más clara. Se entablaba un buen discurso.

Juan Pablo II tenía un dolor espiritual, el dolor de padre que no lograba alcanzar a todos sus hijos que tenían necesidad de él porque estaba obligado, en ese momento, a permanecer en una cama de hospital; creo que este fue el sufrimiento más grande del Santo Padre. Me sucedía de visitar otros enfermos y luego ir con él, le decía: Santo Padre, están los enfermos que sufren y él rezaba, me pedía a mí que rezara y yo le respondía que él tenía un contacto más directo con Dios. Su oración fue el elemento constante en las jornadas que tuve el honor de compartir con Juan Pablo II.

Esta cercanía con los otros enfermos nunca la perdió, ni siquiera en el momento de máximo dolor. Generalmente cuando estamos enfermos, todas las personas, incluso las más buenas, nos volvemos un poco egoístas, buscamos ahorrar las propias energías para llevar adelante el sufrimiento. Karol Wojtyla, sus energías, las utilizó para los demás. No recuerdo haberlo escuchado lamentarse por algo, esto era fruto de una gran esperanza.

El hombre Juan Pablo II era extremadamente simple, nunca necesitó de grandes cosas y así fue en el momento de máximo sufrimiento. Nunca dejó de estudiar, incluso hasta sus últimos días tenía, cerca de sí, libros sobre ciencia y genética porque, en aquel tiempo, había una fuerte debate sobre el problema de los embriones.

Todo era simple cuando estábamos con él, porque para nosotros fue un padre. Yo no vi la fragilidad en la enfermedad de Juan Pablo II, incluso cuando estaba en una cama de hospital y podía levantarse para rezar el Angelus, hacía un esfuerzo enorme y aún así quería ser puntual, porque sus hijos lo esperaban.

El me contó qué quiso decir con su famosa frase: “No tengáis miedo”. No debemos pensar en no tener miedo como una situación donde otro piensa por uno, no… no debes tener miedo porque así logras reaccionar conscientemente para tomar las decisiones correctas, porque si tienes miedo eres un ser limitado, debes tomar la responsabilidad de elegir un camino hacia la libertad, hacia la verdad.

El 2 de abril fui llamada al Vaticano, de madrugada algunos medios decían que el Santo Padre había muerto, otros señalaban que no estaba consciente. Cuando llegué estaba angustiada, tenía miedo de perderme el momento del adiós. Cuando entré en la habitación no sabía qué decir, generalmente todos me decían de no llorar, porque lloraba siempre, en cambio ese día nadie me dijo nada.

Me arrodillé junto a su cama y le dije: “Santidad, buen día, hoy hay sol”. El me miró y me sonrió, fue el mejor regalo que Juan Pablo II me pudo haber dado. Tomé su mano porque quería la última caricia del Papa, pero él no tenía fuerza para acariciarme. Aquel día él contempló el cuadro de Cristo sufriente ubicado frente a su cama y por la ventana entró el sol, además se escuchaban las voces de los jóvenes en la plaza, los cantos y las oraciones.

Entonces en un momento, en mi máximo de mi profesionalidad, me dirigí a don Stanislao (Dziwizs) y le dije: “tal vez estas voces molestan al Santo Padre”. Cometí un error tremendo y me di cuenta un poco después porque el secretario me tomó de la mano, me llevó a la ventana y me dijo: “Rita, esos son los hijos que vinieron a saludar a su padre, un padre cuando se va no quiere abandonar a los hijos y los hijos no quieren estar lejos del padre, es su modo de despedir a Juan Pablo II”.

Estas voces entraron en la habitación hasta el final, hasta que se apagó la candela y se encendió la luz, que vimos todos y que manifestó al mundo el final de Juan Pablo II, su final terreno.