23.04.11

Serie José María Iraburu - 4- De Cristo o del mundo

A las 1:23 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie José María Iraburu
 

El título de esta obra sugiere una idea
central: que los que son de Cristo no son del mundo, y que,
por el contrario, los que son del mundo no son de Cristo

De Cristo o del mundo (Cto.-M)
José María Iraburu

Mejor dicho de tal forma

De Cristo o del mundo

La cita que encabeza este artículo lo dice todo con bastante claridad. Además es lo primero que puede leerse en el libro de José María Iraburu titulado “De Cristo o del mundo”. Por si fuera poco el apartado I de la Introducción lo titula, para que no haya dudas, “Verdades previas” porque es, en efecto, lo que se debe saber antes de continuar o, mejor, dicho, lo que se debe conocer para que nadie se lleve a engaño. Y es, por si no fuera ya suficiente con lo dicho, el anticipo de una gran verdad que, poco a poco, iremos viendo y conociendo.

Lo que hoy pasa

Es bien cierto que el mundo que nos ha tocado vivir goza, en general, de “buena salud” material pero, en realidad, coincide en el tiempo una situación que consiste en “considerar que puede el hombre realizarse a sí mismo, sin necesidad de auxilios sobrenaturales” (1). Y esto, sobre lo que puede recaer el apelativo de pelagiano es, seguramente, el quicio sobre el que se apoya la descristianización (interior y exterior a la creencia en Cristo) que, por desgracia, abunda.

Cuando alguien entiende que se puede valer por sí mismo deja de tener sentido la existencia misma del pecado. Eso le hizo expresar (en un Radiomensaje de fecha 26 de octubre de 1946) a Pío X que “El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (2). Esto, si lo relacionamos con lo dicho arriba, nos lleva a la conclusión de que “Los cristianos pelagianos de hoy tienen, sin duda, una dificultad insuperable para reconocer la gravedad de los males mundanos, su raíz diabólica, su incurabilidad al margen de la gracia del Salvador” (3).

Y así, en general, están las cosas. Y a aquellos que piensen que, a lo mejor, peca de exageración el P. Iraburu y que debería haber “suavizado” lo que en este libro explica con datos y detalles, les explica su autor, que “Parecen ignorar, en primer lugar, que los cristianos en los que ellos piensan no van a leer siquiera este escrito; circunstancia que no debe ser ignorada. Y en segundo lugar, que de todos modos han de rechazarlo, haya en él expresiones fuertes o suaves. Con mucho menos que esas expresiones –con resolver, por ejemplo, una cuestión dudosa alegando el Catecismo de la Iglesia– tienen bastante para rechazar inapelablemente un libro. Así las cosas, ¿sería prudente echar agua al vino en atención a los que de ningún modo piensan beberlo, ni solo ni con agua?” (4).

Con Cristo

Es bien cierto que, siguiendo al Símbolo Atanasiano, Jesucristo es “Perfecto Dios y Perfecto hombre”. Por eso todo el comportamiento que pueda derivarse del suyo propio sólo puede ser tenido por bueno y benéfico para nuestra vida.

Por decirlo para que se entienda, la “perfección de la vida ofrecida por Cristo” (5) tiene su fundamento en una serie de “mandatos y consejos” (6) que el Señor da y que son, a saber: la Oración (7), el Ayuno (8), la Pobreza (9) y la Caridad (10). A partir y a través de los mismos se perfecciona la vida del discípulo de Cristo. Sobre esto no podemos olvidar lo que el Hijo de Dios entiende como importante en lo relativo a la denominada “doctrina sobre la perfección” (11) y que se centra en las siguientes realidades espirituales: “La perfección cristiana es ante todo interior” (12), “Es posible tener como si no tuviera” (13) y lo relacionado con “Austeridad y renuncias” (14).

Y tales realidades espirituales son propias de aquellos que procuran la santidad y que van a ser, con casi toda seguridad, “marginados del mundo” (15) y, por su parte, “renunciantes al mundo” (16) pues nada ha de ser peor que alejarse de tal manera de Cristo que se pueda decir de quien tal comportamiento lleva a cabo que “sea para ti como un gentil o publicano (Mt 18, 15-17)” (17).

La cosecha de Cristo: doctrina de los Apóstoles y Nuevo Testamento

“En los apóstoles, evidentemente, no vamos a encontrar sino una prolongación fiel de la doctrina de Cristo” (18). Por eso mismo, “Los Apóstoles llaman a todos a la perfección evangélica” (19) que no es algo inalcanzable sino fuente de donde debe beber nuestro espíritu. De aquí que “Todos los fieles cristianos, por tanto, han de tender a la perfección evangélica, de modo que, dejando de ser niños y carnales (1Cor 3,1-3; +13,11-12; 14,20; 1Pe 2,2), se vayan transformando bajo la acción del Espíritu (2Cor 3,18; Gál 4,19), y vengan a ser ‘varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo’ (Ef 4,12-13; +Heb 5,11-13)” (20).

Conseguir la perfección evangélica supone llevar a cabo una doble acción: distanciarse espiritualmente del mundo y, también, separarse materialmente porque, de otra forma, nos encontraríamos ante un afán que, por sí mismo, no tendría sentido alguno. Sin embargo, la forma de alejarse del mundo no tiene razón de ser si se entiende, en exclusiva, como un “aislarse” de todo lo que pueda haber alrededor. Esto es válido, sí, para religiosos que adoptan tal forma de vida pero, por ejemplo, para los laicos “la virginidad y la pobreza voluntaria establecen, ya en el tiempo de los Apóstoles, un modo cierto de separación habitual del mundo, como ascesis más favorable a la perfección. Y otro modo de separación ha de darse también respecto de los cristianos infieles” (21) lo que pone, sobre la mesa, la posibilidad de distanciamiento del mundo dentro del propio mundo.

Por otra parte, como no podía ser de otra forma, “Cristo y los Apóstoles establecen caminos especialmente favorables para la vida perfecta” (22) como son, por ejemplo, “La vocación pastoral” (23), a imitar por los fieles laicos, y dentro de los fieles laicos el “trabajo secular” (24) o el propio “matrimonio” (25) considerado, también, como “camino santo y santificante (Ef 5, 32)” (26).

A este respecto, dos caminos llamados principales de perfección son, a saber, el “Tener como si no se tuviera” (27) en el sentido de tener pero no poner lo importante de la existencia en el tener y que corresponde, en especial, a los laicos; “No-tener” (28) en el sentido puramente sacerdotal o religioso de, simplemente, llevar vida de pobreza y aplicación del celibato y, por último sabiendo que “Es mejor no-tener que tener” (29) en el sentido de que es preferible, para vivir en la perfección evangélica, la ausencia de lo mucho que, en realidad, nos sobra.

Ahora bien, resulta muy importante reconocer esto: “necesario al hombre decidir: de Cristo o del mundo. La adhesión simultánea a Cristo y al mundo secular es imposible. El planteamiento clásico del Bautismo es ése, precisamente: por el sacramento se produce al mismo tiempo una syntaxis de unión a Cristo y una apotaxis o ruptura respecto al mundo y al Demonio” (30).

Lo que es la perfección evangélica

Para el P. Iraburu lo que podemos entender por perfección en el sentido del Evangelio viene representado, sobre todo, por la vida monástica porque “Pasar del mundo al desierto es para los monjes pasar de la mentira a la verdad, del caos al orden, del cristianismo falseado o altamente dificultado a un Evangelio de Cristo verdadero y accesible” (31) y, así, se propone, como tal expresión, al vida religiosa centrada en la Palabra de Dios, el hacer efectivo el “orar sin cesar” de Jesucristo y, también el martirio porque “El monacato no es otra cosa en la Iglesia sino el martirio que reaparece bajo una forma nueva exigida por el cambio de las circunstancias” (32).

Pero antes del advenimiento de la vida monástica el cristianismo sufrió en carne de los mártires el “odio del mundo” (33) que hizo sentirse al discípulo de Cristo “exiliado del mundo” (34). Sin embargo, en aquellos primeros siglos de difusión del Evangelio fue, como dice el P. Iraburu, muy considerable porque “Sobre todo en el Asia romana, junto a regiones rurales completamente cristianas, hay ya ciudades en que la mayoría ha recibido el Evangelio” (35) a sabiendas de “que los cristianos primeros conocen que el mundo no sólo es efímero, sino pecador, y con frecuencia altamente peligroso. Marcado por el pecado, y más o menos sujeto, como está, al demonio, es inevitable su hostilidad, a veces asesina, hacia la Esposa de Cristo.” (36)

Eso, entonces, se tenía más que claro. Por eso “varios documentos primitivos, como Dídaque, Pastor de Hermas, Carta a Diogneto, Actas de los mártires, etc.” (37) mantienen lo que entendían como perfección evangélica tanto los Apóstoles a partir de la propia doctrina de Cristo.

Pero, volviendo a lo dicho arriba, es a la muerte de San Benito (557) cuando se plantean “cuestiones nuevas sobre la relación de los cristianos con el mundo” (38) y el monacato se abre paso en el mundo cristiano como ejemplo, precisamente, de perfección evangélica por servir de “modelo universal” (39) para vivir en tal situación espiritual.

Por eso, entiende José María Iraburu que existen una serie de ventajas que se han de tener en cuenta para tratar de seguir una “vida” monástica: la humildad, la perfección y, por último, las vocaciones que surgen a partir de la misma (40).

De lo que fue a lo que es la cristianización

De lo dicho en el Salmo 32 (12) acerca de que “Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor” se deduce, con intención recta, que quien tiene a Dios por Señor ha de procurar el mayor acercamiento posible al Padre y, para que tal voluntad se haga efectiva, ha de tratar de no salirse del camino y no desencaminarse hacia el definitivo reino de Dios.
Hubo un tiempo en el que “el principio tomista ‘la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona’, es convicción generalizada en todo los campos, arte o ciencia, filosofía, leyes o política”
(41).

Así, desde la muerte de San Benito (537) hasta el siglo XVI, se sucede “un milenio en el que se reducen muy considerablemente los grandes males del paganismo antiguo, como el aborto o el suicidio, el concubinato o el divorcio, las guerras de conquista o los espectáculos brutales y degradantes. En el milenio cristiano, y éste es otro dato de gran importancia, por primera vez en la historia de los pueblos, desaparece progresivamente la esclavitud. En efecto, la esclavitud sólo reaparecerá tímidamente en el Renacimiento, y se multiplicará ya sin vergüenza en los tiempos de la Ilustración.” (42).

Algo, sin embargo, ha empezado a cambiar al respecto de la consideración de la perfección evangélica porque “sujeto ya en buena parte el mundo a Cristo, la Edad Media capta con una seguridad renovada la fe cristiana sobre la bondad del mundo creado” (43) siendo la “pobreza evangélica” (44) aquello sobre lo que se centra la renuncia al mundo y sobre la que se elabora una teología que, “al nacer los frailes mendicantes, llega a su plena madurez” (45). Esto hace que sean muchas las personas que “dejando el mundo, siguen a Cristo” (46) pues “El recién nacido Císter (1098), por ejemplo, a la muerte de San Bernardo (1153), contaba con 343 monasterios, 168 de los cuales pertenecían a la línea de Claraval, y de ellos 68 fundados por el mismo Bernardo.” (47)

¿Cómo ha de ser, por otra parte, la perfección evangélica de los laicos?

“Los santos fundadores establecieron sus Ordenes no sólo para la santificación de sus miembros, sino para ejemplo de todo el pueblo cristiano” (48). Con estas palabras, el P. Irabubu manifiesta que era la vida y la forma de ser de las Órdenes religiosas, el espejo en el que se tenían que mirar aquellos cristianos que tenían, en su horizonte, la perfección evangélica. Así surgen, en los siglos XII y XIII una gran cantidad de movimientos laicales que “pretenden la perfección en el mundo –unos ortodoxos, y otros sectarios y anticlericales–, por el camino de la pobreza y de la penitencia (+DSp: béguins, devotio moderna, frères de la vie commune, oblats, pénitents au moyen âge; órdenes terceras, órdenes militares). La idea primaria, mejor o peor entendida y realizada, es siempre ésta: todo el pueblo cristiano está llamado a la perfección evangélica, y ésta exige ‘dejarlo todo y seguir a Cristo’, según las normas del Evangelio, e imitando así la vita apostolica de las primeras comunidades cristianas. Las palabras claves son por entonces ‘vivir según el Evangelio’, ‘vivir en pobreza’, seguir ‘vida de penitencia’, etc… “(49).

No es de extrañar, entonces, que aquel ambiente espiritual tenga, como consecuencia, que la santidad ofrezca “muchos exponentes entre los reyes y nobles medievales” (50) y que estos, a su vez, influyan, en tal sentido, en el pueblo que dirigen.

Crisis y Descristianización

Al parecer todo lo bueno ha de tener su final o, por lo menos, todo lo que es aceptable parece que no puede durar para siempre. Algo así ha pasado con la cristianización, con la perfección evangélica y con lo que se considera al respecto de ambas.

Así lo explica el P. Iraburu:

“Es en el Renacimiento, con la mundanización y el semipelagianismo, es entonces, con la erosión doctrinal que ciertos rebrotes de averroísmo y nominalismo producen en las grandes síntesis filosóficas y teológicas medievales, cuando se van amalgamando los grandes errores que conducirán al ateísmo de masas de nuestros días.” (51)

Por tanto, factores como el propio Renacimiento (52), el Protestantismo (53) y la falsificación de la Edad Media (54) coadyuvan a que lo que era una verdadera edad de oro para el cristianismo vaya transformándose en una época negra para la cristianización. A esto hay que añadir lo que es más determinante y que es el resurgir del “culto pagano del mundo visible” (55).

Como puede apreciarse, son demasiados factores los que se van acumulando como para que no se produjera ningún efecto en el cristiano que, hasta entonces, había venido rigiendo su vida por una doctrina que le era propia. A partir de ahora (y cada vez de forma creciente) “no pocos cristianos van orientándose más y más a la posesión gozosa de este mundo visible” (56). Comienza, pues, la descristianización. No por nada, como podría pensarse sino, como se ha dicho arriba, por la confluencia de los factores citados y, además, de determinados “errores de la época” (57) como es el citado Protestantismo, el semipelagianismo, el Jansenismo o el Quietismo.

Sin embargo, no todo es negativo porque a lo largo de aquellos siglos figuras tan importantes como S. Ignacio de Loyola (58), Santa Teresa de Jesús (59), San Juan de la Cruz (60), San Francisco de Sales (61), San Claudio La Colombière (62) o San Luis María Grignion de Monfort (63) ponen su granito de arena espiritual para tratar de que no se produzca una total debacle del cristianismo porque sus grandes espíritus fueron de gran ayuda para que la Iglesia de Cristo no acabara de sucumbir, de forma total, ante el mundo y siguiera siendo, entonces, de Cristo.

Lo que en esta época de crisis del cristianismo se podría traer a colación es que, por ejemplo, a pesar de la misma “Todavía continúa fluyendo con gran poder la corriente espiritual de la tradición antigua y medieval, aunque en formas renovadas” (64). A pesar de esto, va “ganando adeptos la paganización de la mentalidad y de las costumbres, tímidamente iniciada en el Renacimiento, entre las clases altas” (64) además de que “La verdadera doctrina de la gracia, siempre enseñada por la Iglesia, se ve afectada en ciertos amientes por tendencias ascéticas de sentido semipelagiano, más acordes con el ingenuo optimismo antropocéntrico de la época” (65).

Pero también, en esta época de descreimiento, se produce “una acentuación notable de la perfección interior, aquella que reside en la abnegación y se cumple en la plena caridad, por la conformidad con la voluntad divina” (66)

Sin embargo, llegado el siglo XVIII la descristianización avanza a pasos agigantados. Así, “Entre 1680 y 1715 se produce, en efecto, un gran asalto –religioso e intelectual, artístico y político- contra esa Cristiandad, que aún perdura en gran parte durante el clasicismo del siglo XVII” (67). A partir de tal momento, toda una serie de factores (Ilustración, masonería, protestantismo, naturalismo liberal del XIX y el moderno, semipelagianismo, etc.) han contribuido a que se haya “consumado en nuestro tiempo la apostasía de las naciones cristianas de Occidente. El Renacimiento, aunque admira la antigüedad pagana e inicia el menosprecio del pasado cristiano, aún acepta la Iglesia de Cristo. La Reforma protestante rechaza la Iglesia, pero admite a Cristo. La Ilustración rechaza la Iglesia y Cristo, pero dice creer en el Dios del deísmo. El Liberalismo que le sigue, y sus hijos liberales y socialistas, marxistas o nazis, no cree en la Iglesia, ni en Cristo, ni en Dios; sólo en el hombre. Finalmente, la Apostasía actual no cree ya ni en la Iglesia ni en Cristo, ni en Dios ni en el hombre.” (68)

Y acaba con un lacónico “En ésas estamos” (69) que es, exactamente, la situación en la que ahora mismo nos encontramos.

¿Existen causas, más allá de los factores citados arriba, que hayan coadyuvado a que las cosas estén como están?

Sin duda alguna existen porque, por ejemplo, “La muchedumbre de cristianos mundanizados no solamente no mira con horror la Bestia moderna ateizante /…/ sino que sigue maravillada a la Bestia” (70).

Y en este momento José María Iraburu deja sitio para que Jacques Maritain diga que “Uno de los más curiosos fenómenos que apreciamos en ella es una especie de arrodillamiento ante el mundo, que se manifiesta de mil maneras’. Que eso sucede, es cosa cierta. En cambio, ‘de qué mundo se trate exactamente, o en otras palabras, qué es lo que los cristianos tienen en la cabeza, qué es lo que ellos piensan al comportarse así, eso es mucho más oscuro, pues la mayoría de ellos piensan poco, y confusamente.’” (71)

Lo aquí apuntado hace decir al P. Iraburu algo que, seguramente, le atormenta como sacerdote o, simplemente, como hijo de Dios: “El arrodillamiento ante el mundo presente significa aceptar, en una u otra medida, la marca de la Bestia en la frente o en la mano; y equivale, también en uno u otro grado, a la apostasía. Los cristianos mundanos ya no ven el mundo como una rampa inclinada hacia el precipicio, por la que se debe ascender con gran cuidado y esfuerzo, y en el que es imposible avanzar rectamente sin la gracia de Cristo; lo ven más bien como un plano horizontal, es decir, neutro, por el cual se puede o bien ascender a lo alto de una torre, o bien descender a lo profundo de un pozo, según elija, con toda libertad, la fuerza de la sola voluntad.” (72)

Pero, para que no se pueda decir que el P. Iraburu exagera y que, en realidad, todo lo ve con el ojo pesimista, deja espacio a que sea el propio cardenal Ratzinger el que, en su “Informe sobre la fe” diga que la situación de Occidente se ha descristianizado a causa de las “malas teologías” (73), a la “ruptura con la tradición eclesial” (74), a las denominadas “nuevas morales” (75) y a la “debilitación de las misiones” (76) sin olvidar, por supuesto, que los laicos han perdido la fe, muchos de ellos, “casi sin darse cuenta” (77). En muchos casos se han hecho “cómplices del mundo pecador” (78) convirtiendo en importante “primero de todo las riquezas, superando los pesimismos de Cristo respecto de ellas” (79).

Sin embargo, para aquellos que pudieran entender que, en realidad, la Iglesia católica ha olvidado, a lo largo de los siglos el hecho de que los laicos han de ir tras la perfección evangélica hasta alcanzarla, es esto “una enorme falsedad /…/ la santificación plena de los laicos ha sido una conciencia siempre viva en la Iglesia, y antes, sin duda, más vida que ahora, al menos en los países ricos de Occidente” (80).

Y, sin embargo, una terrible pregunta reconcome el corazón del P. Iraburu cuya respuesta, seguramente, facilitaría mucho las cosas al respecto de conocer el quid de la cuestión de la descristianización: “¿cómo nosotros, cristianos del siglo XX, no descubriremos la Bestia maligna en los Imperios ateizantes de los estados modernos que se empeñan en construir la Ciudad sin Dios?” (81). Y esto porque “Hoy la Bestia mundana, comparada con sus primeras encarnaciones históricas, es incomparablemente más poderosa y seductora, más inteligente en la persecución de la Iglesia, tiene muchos más cómplices, a veces de altura, entre los cristianos, y está más conscientemente determinada en hacer desaparecer de la faz de la tierra a la descendencia de Cristo.” (82) porque es tan enorme que podemos encontrarnos, descristianizándonos, dentro de ella sin darnos cuenta, devorados por los atractivos del mundo y su mundanidad.

En este preciso momento, se nos ofrece una doble posibilidad que no podemos obviar por no querer hacer frente a ella: ser de Cristo o del mundo, “elegir entre Cristo y la Bestia” (83).

A este respecto, y refiriéndonos ahora a los laicos, “la Iglesia siempre ha creído en la vocación de los laicos a la santidad” (84) y que los quiere, precisamente, “libres del mundo” (85) que es una realidad que se puede alcanzar si existe una adecuada “formación doctrinal” (86) un conocimiento de “la verdad del mundo” (87), un comportamiento fundado en “no seguir la moda”(88) y en sentirse “liberados del mundo” (88) a través del ejercicio de una verdadera “valentía martirial” (89) para conseguir, así, una verdadera “transformación del mundo” (91).

Hay, por decirlo así, un enemigo muy grande que colabora en que no se consiga la santificación ni, entonces, se ponga en práctica la perfección evangélica. El P. Iraburu lo llama, acertadamente, el “elogio de la vida ‘normal’” (92) y que consiste, en general, en seguir los “modos usuales de la vida en el mundo” (93) a sabiendas (o no) de que “suelen ser en muchas cosas embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están pidiendo a gritos a la conciencia cristiana ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles” (94). Y eso es lo que, en demasiadas ocasiones, siguen los cristianos descristianizados pero seguros, así, de comportarse de forma poco “visible” en sus creencias haciendo efectivo aquel “respeto humano” que tanto daño hace a la fe que dicen profesar.


Añadiendo conocimiento

Por otra parte, acompañan al texto, en sí considerado, tres Notas relativas a la Estructura de pecado: violencia, dinero y sexo (95) Laicos y perfección cristiana (96) y Los religiosos, preceptos y consejos (97) que completan, en lo que eso pudiera ser posible, el tan desarrollado tema de la pertenencia, del cristiano, a Dios o al mundo.

Por finalizar con lo bueno y mejor

Y como hemos empezado por lo primero de todo que recoge José María Iraburu en este su “De Cristo o del mundo” vale la pena terminar con que, a excepción de las Notas citadas inmediatamente arriba, supone el final del libro y que es, por decirlo así, una bocanada de esperanza ante tanta desazón. Dice lo que sigue:

“La misericordia poderosa del Corazón de Cristo, más y más revelada y comunicada: ésa es nuestra esperanza para el futuro del mundo y de todas las Iglesias, también para el futuro de aquéllas que hoy existen en los pueblos ricos descristianizados. Por gracia de Dios, guardan también estas Iglesias un Resto fiel, y todavía conservan huellas vivas de una tradición cristiana que marcó profundamente su historia, sus costumbres y su cultura. Conocen, pues, ya el camino que lleva a la plena vida cristiana: es el mismo camino que han recorrido alejándose de Cristo, pero andado en dirección contraria.” (98)

——

Nota

Doctrina de la perfección en Santo Tomás

¿Cuál es la doctrina de Santo Tomás de Aquino acerca de la perfección evangélica?

A este respecto, José María Iraburu entiende que “Las cuestiones finales de la Suman Theologicae, pueden ayudarnos a ordenar muchas de las ideas que hasta aquí hemos visto dispersas o en formas imprecisas” (99).

Así, por ejemplo, “La vida humana se divide en activa y contemplativa, según la dedicación principal en la persona sea la entrega a obras exteriores o bien el conocimiento de la verdad” (100) o, también, “La vida contemplativa es superior a la activa por razón de su principio” (101), sin olvidar que “Dios ha querido la diversidad entre los hombres de distintos oficios y estados” (102).

¿En qué consiste la perfección cristiana? Pues en lo siguiente: “en la caridad, e integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad” (103).

Para el P. Iraburu, a tenor de lo dicho por Santo Tomás de Aquino, “La profesión religiosa introduce en un verdadero estado de perfección, que facilita tender a la perfección por los consejos evangélicos: pobreza, celibato y obediencia, obligándose a ellos con voto” (104). Por tanto, cabría, cabe, la imitación (en cuanto pueda eso ser) por parte del laico para alcanzar la perfección evangélica.

A este respecto, lo referido a los consejos evangélicos había sido tergiversado por aquellos que, haciendo mal uso de lo dicho por Santo Tomás de Aquino sobre tan importante tema, atacaban a los mismos e, incluso, impugnaban “el estado de los religiosos” (105). Pues bien, el Aquinate, en el texto que sigue determina lo que “sigue siendo hoy la más exacta expresión de la tradición católica sobre el tema (+Catecismo, n.1973)” (106) que es lo que sigue:

“De suyo y esencialmente, la perfección cristiana consiste en la caridad, considerada en primer término como amor a Dios y en segundo lugar como amor al prójimo; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto según alguna limitación, como si lo que es más que eso cayera bajo consejo. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice ‘amarás a tu Dios con todo tu corazón’, y todo y perfecto se identifican; y ‘amarás a tu prójimo como a ti mismo’, y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas. Y esto es así porque ‘el fin del precepto es la caridad’ (1Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios: así el médico, por ejemplo, no mide la salud, sino la medicina o la dieta que ha de usarse para sanar. Por tanto, es evidente que la perfección consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos’.

‘Secundaria e instrumentalmente, la perfección consiste en el cumplimiento de los consejos, todos los cuales, como los preceptos, se ordenan a la caridad, pero de manera distinta. En efecto, los preceptos se ordenan a quitar lo que es contrario a la caridad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo, ‘no matarás’]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificultan los actos de la caridad (ad removendum impedimenta actus caritatis), pero que, sin embargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupación en negocios seculares, etc.’ (STh II-II, 184,3).”

Así, “lo que determina la perfección cristiana no es el dejarlo todo (renuncia-consejos), sino en el seguir a Cristo (amor-preceptos), aunque los consejos, instrumentalmente, facilitan mucho ese seguimiento en caridad.” (107)

Dicho esto, para Sto Tomás de Aquino, según ha quedado claro, resulta crucial la “primacía de la caridad” (108) en la que destaca, por ejemplo, la “primacía del afecto” (109), “la primacía de la disposición del ánimo” (110) o “la primacía de lo interior y personal” (111).

Por lo tanto, la doctrina de Santo Tomás al respecto de la perfección evangélica, se resume en el hecho de que la misma “está en la caridad” (112), que resulta importante distinguir entre “la perfección de estado y la perfección personal” (113), que “todos los cristianos están llamados a la perfección” (114) y que, por finalizar, “no hay, pues, contradicción alguna entre la doctrina de los consejos y la condición universal a la santidad” (115).

Y ya para terminar, “sabida es la importancia que da Santo Tomás a los dones del Espíritu Santo para la consecución de la perfección cristiana” (116). Por eso, “Pues bien, el don de ciencia da a los cristianos, sea cual fuere su vocación, un conocimiento profundo y como experimental de la verdad de las cosas humanas, de las realidades creadas, es decir, del mundo secular, y les hace valorar todas esas cosas en todo su verdadero precio, y a entender al mismo tiempo su vanidad, su condición caduca y deficiente. Por el don de ciencia escapan los cristianos de modo perfecto a las fascinaciones y engaños del mundo, y viendo a éste por los ojos de Cristo, a la luz del Espíritu Santo, quedan completamente libres de él, libres para usarlo o dejarlo, para obrar o abstenerse, y lúcidos para considerarlo siempre en orden a las realidades celestiales de la vida eterna.” (117)

Y es que no hay nada mejor que beber en las fuentes originales sin leer de forma distinta lo que dicen.


NOTAS

(1) Cto.-M. Introducción, p. 6.
(2) Cto.-M. Introducción, p. 7.
(3) Ídem nota anterior.
(4) Cto.-M. Introducción, p. 11.
(5) Cto.-M. I Parte, p. 22.
(6) Ídem nota anterior.
(7) Ídem nota 5.
(8) Ídem nota 5.
(9) Ídem nota 5.
(10) Ídem nota 5.
(11) Cto.-M. I Parte, p. 23.
(12) Ídem nota anterior.
(13) Ídem nota 11.
(14) Ídem nota 11.
(15) Cto.-M. I Parte, p. 24).
(16) Ídem anterior.
(17) Ídem nota 15.
(18) Cto.-M. I Parte, p. 25.
(19) Cto.-M. I Parte, p. 26.
(20) Ídem nota anterior.
(21) Cto.-M. I Parte, p. 28.
(22) Cto.-M. I Parte, p. 29.
(23) Ídem nota anterior.
(24) Ídem nota 22.
(25) Ídem nota 22.
(26) Ídem nota 22.
(27) Cto.-M. I Parte, p. 30.
(28) Ídem nota anterior.
(29) Cto.-M. I Parte, p. 31.
(30) Cto.-M. I Parte, p. 33.
(31) Cto.-M. III Parte, p. 53.
(32) Cto.-M. III Parte, p. 54, a tenor de lo dicho por Bouyer, L. en El sentido de la vida monástica.
(33) Cto.-M. II Parte, p. 34.
(34) Cto.-M. II Parte, p. 35.
(35) Cto.-M. II Parte, p. 37.
(36) Cto.-M. II Parte, p. 39.
(37) Cto.-M. II Parte, p. 43.
(38) Cto.-M. III Parte, p. 48.
(39) Cto.-M. III Parte, p. 55.
(40) Cto.-M. III Parte, p. 61, por las tres “ventajas”.
(41) Cto.-M. IV Parte, p. 72.
(42) Cto.-M. IV Parte, p. 73.
(43) Cto.-M. IV Parte, p. 75.
(44) Ídem nota anterior.
(45) Ídem nota 43.
(46) Cto.-M. Parte IV, p. 77.
(47) Ídem nota anterior.
(48) Cto.-M. Parte IV, p. 81.
(49) Cto.-M. Parte IV, p.82. Acerca, precisamente, de la “Doctrina de la perfección en Santo Tomás”, se ajunta Nota sobre la misma al final del artículo.
(50) Cto.-M. Parte IV, p. 87.
(51) Cto.-M. Parte V, p. 100.
(52) Ídem nota anterior.
(53) Cto.-M. Parte V, p. 101.
(54) Ídem nota anterior.
(55) Cot.-M. Parte V, p. 103.
(56) Ídem nota anterior.
(57) Ídem nota 55.
(58) Cto.-M. Parte V, p. 107.
(59) Cto.-M. Parte V, p. 108.
(60) Cto.-M. Parte V, p. 114.
(61) Cto.-M. Parte V, p, 118.
(62) Cto.-M. Parte V, p. 120
(63) Cto.-M. Parte V, p. 122.
(64) Cto.-M. Parte V, p. 125.
(64) Cto.-M. Parte V, p. 126.
(65) Ídem nota anterior.
(66) Ídem nota 64.
(67) Cto.-M. Parte VI, p. 129-130.
(68) Cto.-M- Parte VI, p. 137.
(69) Ídem nota anterior.
(70) Cto.-M. Parte VI, p. 148.
(71) Ídem nota anterior.
(72) Cto.-M. Parte VI, p. 150.
(73) Cto.-M. Parte VI, p. 158.
(74) Ídem nota anterior.
(75) Cto.-M. Parte VI, p. 159.
(76) Ídem nota anterior.
(77) Cto.-M. Parte VI, p. 160.
(78) Ídem nota anterior.
(79) Cto.-M. Parte VI, p.
(80) Cto.-M. Parte VI, p. 162.
(81) Cto.-M. Parte VII, p. 168.
(82) Cto.-M. Parte VII, p. 169.
(83) Cto.-M. Parte VII, p. 172.
(84) Cto.-M. Parte VII, p. 175.
(85) Ídem nota anterior.
(86) Ídem nota 84.
(87) Ídem nota 84.
(88) Cto.-M. P. 176.
(89) Ídem nota anterior.
(90) Ídem nota 88.
(91) Cto.-M. Parte VII, p. 177.
(92) Cto.-M. Parte VII, p. 181.
(93) Ídem nota anterior.
(94) Ídem nota 92.
(95) Cto.-M. Nota 1, p. 202.
(96) Cto.-M. Nota 2, p. 214.
(97) Cto.-M. Nota 3. p. 217.
(98) Cto.-M. Final, p. 201.
(99) Cto.-M. Parte IV, p. 91.
(100) Ídem nota anterior.
(101) Ídem nota anterior.
(102) Cto.-M. Parte IV, p. 92.
(103) Ídem nota anterior.
(104) Ídem nota 102.
(105) Cto.-M. Parte IV, p. 93.
(106) Ídem nota anterior.
(107) Ídem nota 105.
(108) Cto.-M. Parte IV, p. 94.
(109) Ídem nota anterior.
(110) Ídem nota 108.
(111) Cto.-M. Parte IV, p. 95.
(112) Cto.-M. Parte IV, p. 96.
(113) Ídem nota anterior.
(114) Ídem nota 112.
(115) Ídem nota 112.
(116) Ídem nota 112.
(117) Cto.-M. Parte IV, p. 97.

Eleuterio Fernández Guzmán