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El mundo visto desde Roma

Servicio diario - 2 de abril de 2011

Especial

Hace seis años, de rodillas ante el lecho de muerte de Juan Pablo II

Santa Sede

La Santa Sede explica el encuentro por la paz de octubre en Asís

Foro

Testimonio sobre Juan Pablo II en el sexto aniversario de su muerte

El Atrio de los Gentiles, de Jerusalén a París

Hambre y sed de Dios

Testimonio

Testamento espiritual del prior de los monjes asesinados en Argelia


Especial


Hace seis años, de rodillas ante el lecho de muerte de Juan Pablo II
Por el ceremoniero pontificio Konrad Krajewski

CIUDAD DEL VATICANO , sábado, 2 de abril de 2011 (ZENIT.org).- En el sexto aniversario de la muerte del Papa Juan Pablo II, y a sólo un mes de su beatificación, presentamos el testimonio del ceremoniero pontificio monseñor Konrad Krajewski, publicado en "L'Osservatore Romano".

* * *

Estábamos de rodillas en torno al lecho de Juan Pablo II. El Papa yacía en penumbras. La suave luz de la lámpara iluminaba la pared pero él era bien visible. Cuando llegó la hora de la que, pocos instantes después, todo el mundo habría sabido, de improviso el arzobispo Dziwisz se levantó. Encendió la luz de la habitación, interrumpiendo así el silencio de la muerte de Juan Pablo II. Con voz conmovida, pero sorprendentemente firme, con el típico acento de montaña, alargando una de las sílabas, comenzó a cantar: "A Ti, oh Dios, te alabamos, a Ti, Señor, te confesamos". Parecía un tono proveniente del cielo. Todos mirábamos maravillados a monseñor Stanislaw [su secretario personal nde.]. Pero la luz encendida y el canto de las palabras que seguían - "A Ti, eterno Padre, toda la tierra te venera..." - daban certeza a cada uno de nosotros. He aquí - pensábamos - que nos encontramos en una realidad totalmente diversa. Juan Pablo II ha muerto: quiere decir que él vive para siempre. Aunque el corazón sollozaba y el llanto estrechaba la garganta, comenzamos a cantar. Ante cada palabra nuestra voz se volvía más segura y más fuerte. El canto proclamaba: "Vencedor de la muerte, has abierto a los creyentes el reino de los cielos".

Así, con el himno del Te Deum, glorificamos a Dios, bien visible y reconocible en la persona del Papa. En cierto sentido, esta es también la experiencia de todos aquellos que lo encontraron en el curso de su pontificado. Quien entraba en contacto con Juan Pablo II, encontraba a Jesús, a quien el Papa representaba con todo de sí mismo. Con la palabra, el silencio, los gestos, el modo de orar, el modo de entrar en el espacio litúrgico, el recogimiento en sacristía: con todo su modo de ser. Se lo notaba inmediatamente: era una persona llena de Dios. Y para el mundo se convirtió en signo visible de una realidad invisible. También a través de su cuerpo destrozado por el sufrimiento de los últimos años.
 

A menudo bastaba mirarlo para descubrir la presencia de Dios y, así, comenzar a rezar. Bastaba para ir a confesarse: no sólo de los propios pecados sino también de no ser santos como él.

Cuando dejó de caminar y, durante las celebraciones, se volvió totalmente dependiente de los ceremonieros, comencé a darme cuenta de que estaba tocando a una persona santa. Tal vez hacía irritar a los penitenciarios vaticanos cuando, antes de cada celebración, iba a confesarme, siguiendo un imperativo interior y sintiendo una fuerte necesidad de ello. Tenía necesidad de recibir la absolución para estar junto a él. Cuando se está junto a una persona santa, cuando el hombre de algún modo toca la santidad, esta se irradia en toda la persona. Pero, al mismo tiempo, se experimenta sobre la propia piel también la tentación: evidentemente al espíritu maligno no le gusta el aire de santidad. Cuando, hacia las tres de la madrugada, salí del apartamento del Palacio Apostólico, en Borgo Pio había una multitud de gente: caminaba en el silencio más recogido. El mundo se había detenido, se había arrodillado y había llorado.

Estaba quien lloraba sólo por el hecho de haber perdido a una persona amada y luego volvía a casa así como había venido. Y estaba quien, a las lágrimas exteriores, unía las interiores, que surgían del sentirse inadecuados e infieles frente al Señor. Este llanto era bendito. Era el comienzo del milagro de la conversión. En todos los días sucesivos, hasta el funeral del Papa, Roma se convirtió en un cenáculo: todos se comprendían, aún si hablaban lenguas diversas.

Estuve en contacto con el Papa por siente largos años: durante su vida, pero también cuando su alma se separó del cuerpo. En el momento de la muerte quedaron con nosotros sólo los restos mortales que se transformarán en polvo: el cuerpo se desvanece y la persona es acogida en el misterio de Dios.

Entre las tareas de los ceremonieros está también la de encargarse del cuerpo del Papa difunto. Lo hice por siete largos días, hasta el funeral. Poco después de su muerte, vestí a Juan Pablo II junto a tres enfermeras que lo habían seguido por largo tiempo. Si bien ya había transcurrido una hora y media del deceso, ellas continuaban hablando con el Papa como si estuviesen hablando al propio padre. Antes de ponerle la sotana, el alba, la casulla, lo besaban, lo acariciaban y lo tocaban con amor y reverencia, precisamente como si se tratase de una persona de familia. Su actitud no manifestaba sólo la devoción al Pontífice: para mí representaba el tímido anuncio de una beatificación cercana. Tal vez es por esto que no me he dedicado nunca a rezar intensamente por su beatificación, desde el momento en que ya había comenzado a participar.

Cada día celebro la Eucaristía en las Grutas Vaticanas. Observo cómo los empleados de la basílica y todos aquellos que se dirigen al trabajo en los diversos dicasterios y oficinas del Vaticano, los gendarmes, los jardineros, los choferes, comienzan la jornada con un momento de oración frente a la tumba de Juan Pablo II: tocan la lápida y le dan un beso. Y así todas las mañanas.

Desde el 2000 el Papa había comenzado a debilitarse cada vez más. Tenía grandes dificultades para caminar. Preparando el gran Jubileo con el arzobispo Piero Marini esperábamos que al menos pudiese abrir la puerta santa. Era casi imposible pensar en el futuro. Mientras me encontraba en las montañas polacas, una vez escuché esta afirmación: "Todavía no nos conocemos porque no hemos sufrido juntos". Con monseñor Marini participamos por cinco largos años en los sufrimientos del Papa, en su heroico combate consigo mismo para soportar el sufrimiento. Me vienen a la mente las palabras del salmo 51: "Purifícame con el hisopo y quedaré limpio", que se pueden entender también así: "Tócame con el sufrimiento y seré puro".

Estar con Juan Pablo II quería decir vivir en el Evangelio, estar dentro del Evangelio. En los últimos años del servicio junto a él me di cuenta de que la belleza está siempre ligada al sufrimiento. No se puede tocar a Jesús sin tocar la cruz: el Pontífice estaba tan probado, se puede decir martirizado por el sufrimiento, pero tan extremadamente bello, en cuanto que con alegría ofreció todo esto que había recibido de Dios y con alegría restituyó a Dios todo lo que de Él había tenido. La santidad, de hecho, - como decía la Madre Teresa de Calcuta - no significa sólo que nosotros ofrecemos todo a Dios sino también que Dios toma de nosotros todo aquello que nos ha dado. El atleta que caminaba y esquiaba en las montañas ahora había dejado de caminar; el actor había perdido la voz. Poco a poco se le había quitado todo.

Antes de comenzar las exequias, monseñor Dziwisz y monseñor Marini cubrieron el rostro del Papa con un paño de seda, un símbolo de muy profundo significado: toda su vida estuvo cubierta y escondida en Dios. Mientras realizaban este gesto, estaba junto al ataúd y tenía en la mano el Evangeliario, otro signo fuerte. Juan Pablo II no se avergonzaba del Evangelio. Vivía según el Evangelio. Resolvía según el Evangelio todos los problemas del mundo y de la Iglesia. Según el Evangelio construyó toda su vida interior y exterior.

El misterio de Juan Pablo II, es decir, su belleza, se expresa muy bien a través de la oración del Papa Clemente XI que se encontraba en los antiguos breviarios: "Quiero todo lo que Tú quieres, lo quiero porque Tú lo quieres, lo quiero cómo y cuándo Tú lo quieres". Quien pronuncia estas palabras con el corazón se vuelve como Jesús que, humilde, se esconde en la hostia y se ofrece para ser consumado. Quien hace propias estas palabras comienza a vivir con el espíritu de adoración del Santísimo Sacramento.

Siguiendo al Pontífice en los viajes apostólicos, durante los largos vuelos, me preguntaba a menudo: ¿dónde está el centro del mundo?

Trece días después de su elección, con algunos de sus colaboradores, el Papa se dirigió cerca de Roma a la Mentorella, donde está el santuario de la Madre de las Gracias. Preguntó a sus compañeros de viaje: "¿Qué es más importante para el Papa en su vida, en su trabajo?". Le sugirieron: "¿Tal vez la unidad de los cristianos, la paz en Oriente Medio, la destrucción de la cortina de hierro...?". Pero él respondió: "Para el Papa lo más importante es la oración".

En mi país existe este dicho: "El rey está desnudo frente a los ojos de sus siervos". Cuanto más comenzábamos a conocer a Juan Pablo II, tanto más estábamos convencidos de su santidad, la veíamos en cada momento de su vida. Él no oscurecía a Dios. Si quisiera indicar lo más importante para la vida sacerdotal y para cada uno de nosotros, mirándolo a él podría decir: no cubrir ni ofuscar a Dios con uno mismo sino, al contrario, mostrarlo y convertirse en el signo visible de su presencia. A Dios nadie lo ha visto, pero Juan Pablo II lo hizo visible a través de su vida.

Cuando rezaba, tuve la impresión de que se echaba a los pies de Jesús. Cuando rezaba, sobre su rostro era visible la entrega total a Dios. Era realmente transparente: era, por usar una imagen poética, como el arco iris que une el cielo con la tierra, y su alma corría por las escaleras de la tierra al cielo. Vuelvo ahora a la pregunta: "¿Dónde está el centro del mundo?".
 

Poco a poco comencé a darme cuenta de que el centro del mundo estaba siempre donde yo me encontraba con el Papa: no porque estaba con Juan Pablo II sino porque él, en cualquier lugar que se encontrase, rezaba. Entendí que el centro del mundo está donde yo rezo, donde yo estoy junto a Dios, en la más íntima unión que existe: la oración. Estoy en el centro del mundo cuando camino en la presencia de Dios, cuando "en él vivo, me muevo y existo" (cfr. Hechos de los Apóstoles 17, 28). Cuando celebro o participo en la Eucaristía estoy en el centro del mundo; cuando confieso y cuando me confieso, en el confesionario está el centro del mundo; el lugar y el tiempo de mi oración constituyen el centro del mundo porque, cuando rezo, Dios respira dentro de mí. El Papa permitió a Dios respirar a través de él: cada día pasaba mucho tiempo frente al tabernáculo. El Santísimo Sacramento era el sol que iluminaba su vida. Y él, frente a aquel sol, iba a calentarse con la luz de Dios. La vida de Juan Pablo II estaba entretejida de oración. Tenía siempre entre los dedos la coronilla del rosario, con la cual se dirigía a María confirmando su Totus tuus.

Una vez, después del accidente de 1991, el cardenal Deskur llevó al Papa un recipiente con agua bendita de Lourdes y le dijo: "Santidad, cuando lave la parte que duele, deberá rezar el Ave María". Juan Pablo II respondió: "Querido cardenal, yo digo siempre el Ave María".

Mi tarea en la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas consiste en cuidar, bajo la guía del maestro, las celebraciones pontificias, y no en escribir artículos o preparar conferencias. Así ha sido por trece años. Después del 2 de abril de 2005, cuando alguien me pide que de testimonio de Juan Pablo II, respondo a menudo: "¡Sí, con gran alegría!". E invito a tomar parte cada jueves en la misa frente a su tumba en las Grutas Vaticanas. Así como invito a dirigirse a la iglesia del Espiritu Santo en Sassia, donde cada tarde se recita la coronilla de la Divina Misericordia seguida del Vía Crucis. Cada jueves a la tarde se encuentran en mi apartamento sacerdotes que trabajan o estudian en Roma, religiosas y laicos. Juntos rezamos las Vísperas, oramos y nos sentamos en la mesa común. Reunirse en oración y estar juntos para reencontrarnos en el centro del mundo: esto lo he aprendido de Juan Pablo II.

No me extraña que el Papa sea beatificado en el domingo de la Divina Misericordia, si bien es una sorpresa de la Providencia el hecho de que este año coincida con el 1º de mayo. De este modo, aquel día se hablará principalmente de santidad. Benedicto XVI y Juan Pablo II transformarán aquella ocasión en un evento religioso inédito en la historia: una procesión de mayo hacia la santidad y la oración.

[Traducción: La Buhardilla de Jerónimo]



 

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Santa Sede


La Santa Sede explica el encuentro por la paz de octubre en Asís
"Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz"

CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 2 de abril de 2011 (ZENIT.org). - Publicamos el comunicado que ha emitido este sábado la Oficina de Información de la Santa Sede sobre la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo que ha convocado Benedicto XVI en Asís, el 27 de octubre de 2011, con el tema: "Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz".



 

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El pasado 1 de enero, después de la oración del Angelus, Benedicto XVI anunció su deseo de solemnizar el XXV aniversario del histórico encuentro que tuvo lugar en Asís, el 27 de octubre de 1986, por voluntad del venerable Siervo de Dios Juan Pablo II. Con motivo de dicha conmemoración, el Santo Padre tiene la intención de convocar, el próximo 27 de octubre, una Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, acudiendo como peregrino a la ciudad de san Francisco e invitando nuevamente a unirse a este camino a los hermanos cristianos de las distintas confesiones, a los exponentes de las tradiciones religiosas del mundo e, idealmente, a todos los hombres de buena voluntad.

La Jornada tendrá como tema: "Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz". Cada ser humano es en el fondo un peregrino en busca de la verdad y del bien. También el hombre religioso permanece siempre en camino hacia Dios: de aquí nace la posibilidad, más aún, la necesidad de hablar y dialogar con todos, creyentes o no, sin renunciar a la propia identidad o recurrir a formas de sincretismo; en la medida en que la peregrinación de la verdad se vive auténticamente, se abre al diálogo con el otro, no excluye a ninguno y compromete a todos a ser constructores de fraternidad y de paz. Éstos son los elementos que el Santo Padre pretende poner en el centro de la reflexión.

Por este motivo, serán invitados a compartir el camino de los representantes de las comunidades cristianas y de las principales tradiciones religiosas también algunas personalidades del mundo de la cultura y de la ciencia que, si bien no se profesan religiosas, se sienten en el camino de la búsqueda de la verdad y son conscientes de la común responsabilidad por la causa de la justicia y de la paz en nuestro mundo.

Por tanto, la imagen de la peregrinación resume el sentido del evento que se celebrará: se hará memoria de las etapas recorridas, desde el primer encuentro de Asís, al posterior de enero de 2002 y, al mismo tiempo, se mirará al futuro con el propósito de continuar recorriendo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad el camino del diálogo y de la fraternidad, en el contexto de un mundo en rápida trasformación. San Francisco, pobre y humilde, acogerá de nuevo a todos en su ciudad, convertida en símbolo de fraternidad y paz.

La mañana misma del 27 de octubre, las delegaciones saldrán de Roma en tren junto con el Santo Padre. Al llegar a Asís, se dirigirán hacia la Basílica de Santa María de los Ángeles, donde tendrá lugar un momento de conmemoración de los precedentes encuentros y de profundización en el tema de la Jornada. Intervendrán representantes de algunas delegaciones asistentes y también tomará la palabra el Santo Padre.

Seguirá un almuerzo frugal, compartido por los delegados: una comida marcada por la sobriedad, que busca expresar el estar juntos en fraternidad y, al mismo tiempo, la participación en los sufrimientos de tantos hombres y mujeres que no conocen la paz. Después, se dejará un tiempo de silencio para la reflexión de cada uno y la oración. Por la tarde, todos los presentes en Asís irán a pie hacia la Basílica de San Francisco. Será una peregrinación en la que, en el último tramo, tomarán parte también los miembros de las delegaciones; con esto se pretende simbolizar el camino de cada ser humano en la búsqueda constante de la verdad y de la construcción activa de la justicia y de la paz. Se desarrollará en silencio, dejando un espacio a la oración y a la meditación personal. Junto a la Basílica de San Francisco, en el lugar donde se han concluido las precedentes reuniones, se tendrá el momento final de la Jornada, con la renovación solemne del compromiso común por la paz.

Como preparación de esta Jornada, el Papa Benedicto XVI presidirá en San Pedro la tarde precedente una vigilia de oración con los fieles de la diócesis de Roma. Se invita a las Iglesias particulares y las comunidades dispersas por el mundo a organizar momentos de oración similares.

En las próximas semanas, los Cardenales Presidentes de los Consejos Pontificios para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, del Diálogo Interreligioso y de la Cultura enviarán las invitaciones en nombre del Santo Padre. El Papa pide a los fieles católicos que se unan espiritualmente a la celebración de este importante acontecimiento y agradece a los que acudan a la ciudad de San Francisco para compartir esta peregrinación ideal.

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede]

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Foro


Testimonio sobre Juan Pablo II en el sexto aniversario de su muerte
Por Jesús de las Heras Muela

MADRID, sábado, 2 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el testimonio que ofrecerá el sacerdote Jesús de las Heras Muela, director de la revista Ecclesia, en el programa  “Testimonio” de TVE-2 con motivo de la beatificación del Papa Juan Pablo II, en la emisión del 10 de abril de 2011, 10:25 hora. Karol Wojtyla falleció hace seis años, el 2 de abril de 2005.

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El anuncio de la beatificación del Papa Juan Pablo II para el próximo 1 de mayo me ha llenado a mí también de gozo y de agradecimiento. Además, me ha permitido viajar con la memoria –esto es, recordar: volver a traer al corazón– a aquellos inolvidables y apasionantes 27 años que vivimos con Juan Pablo II, el Papa de nuestras vidas. 

En mi caso, como en el de tantos y tantos miles y miles de personas de todos los rincones del mundo, la alegría por su próxima beatificación se une, como decía, a imágenes, impresiones, recuerdos y vivencias, más o menos personales, con Juan Pablo II.

Creo que en torno a una decena de ocasiones tuve la suerte y la gracia de poder saludarlo personalmente, de poder estar con él. Y en cuatro de estas ocasiones, el saludo fue mucho más que un encuentro al uso.

El Papa Juan Pablo II me ordenó sacerdote el 8 de noviembre de 1982, en Valencia, en el transcurso de su primera visita apostólica a nuestro país. Desde entonces y ya para siempre, mi vida y mi ministerio están ligados con él, en clave de agradecimiento y también de interpelación, pues son muchas las veces que retornan a mis oídos y a mi corazón aquellas palabras suyas durante mi ordenación en Valencia: “¡Sed sacerdotes de cuerpo entero!”.

El segundo de estos encuentros, también largo e intenso, tuvo lugar en los mismos apartamentos pontificios el 20 de octubre de 1999 cuando fui invitado a compartir el almuerzo con él y otra docena de integrantes de la II Asamblea del Sínodo de los Obispos para Europa. Entre los comensales de aquel memorable día se hallaba también el hermano Roger de Taizé. Y recordar ahora el haber estado tan cerca de dos santos de cuerpo entero, me produce –¡cómo no!– estremecimiento agradecido y emocionado.

Los días 3 y 4 de mayo de 2003, Juan Pablo II visitó España por quinta y última vez. Y a mí me correspondió ser el responsable de Comunicación de aquel viaje. Durante los cuatro meses previos al mismo trabajamos sin cesar día y noche. Circunstancias familiares –felizmente superadas– me hicieron más complicado y complejo aquel trabajo, que formó y forma parte de una de las experiencias más apasionantes, intensas, arduas e inolvidables de mi vida,… con Juan Pablo II también como fondo y como forma.

Por fin, el 7 de abril de 2005, sólo la Providencia explica que pudiera ir a “despedirme” del Papa Wojtyla en el último y tan multitudinario día de su capilla ardiente. También, milagrosamente, pude permanecer durante más de media hora a apenas dos metros de su cuerpo ya sin vida. Y aquella media hora, que valió como casi 27 años…, fue un regalo, un tesoro, que me hacía el amigo Juan Pablo II, que me hacía nuestro querido Dios.

En dos o tres ocasiones tuve asimismo la oportunidad de concelebrar la eucaristía, a la hora del alba, con el Papa Juan Pablo II, y conservo fresco e imborrable en el arcón de mis mejores recuerdos, su intensa oración previa y posterior de rodillas, su concentración y piedad durante la misa, todo lo cual exhalaba y exhala el inequívoco buen olor de un hombre radicalmente de Dios.

Por eso y por tantos otros motivos, el “reencuentro” de ahora con él, con motivo de su beatificación, me llena de gozo. ¿A quién no le gustaría tener un santo, un beato, en su familia, entre sus amigos? Pues eso es lo que ahora el buen Dios nos regala: un maestro, un padre, un hermano, un amigo en los altares. Un maestro, un padre, un hermano, un amigo, un testigo que nos muestra, mucho más allá de su inagotable y experiencia cristiana y humana, mucho más de mil y una anécdotas e historias, más allá de todos los récords habidos y por haber, una lección para siempre: Dios es el único y verdadero fundamento de todos nuestros esfuerzos.

Y es que, sí, Juan Pablo II, el queridísimo Papa Juan Pablo II, fue un signo claro, elocuente y convincente de que Dios es, de que Dios existe, de que Dios es amor. Y de que, por ello, nuestras vidas han de estar dirigidas a Él, que siempre nos abraza y acompaña con su Divina Misericordia.

 

Benedicto XVI, en el libro-entrevista Luz del Mundo, abunda en distintas ocasiones en la necesidad de “recuperar” a Dios, en poner a Dios en el lugar que le corresponde, en hacer del tema de Dios el centro de todos nuestros esfuerzos y quehaceres. “¿No deberíamos –se pregunta Benedicto XVI- empezar todo de nuevo desde Dios?". “Hoy lo importante -prosigue- es que se vea, de nuevo, que Dios existe, que Dios nos incumbe, que Dios nos responde… Por eso, hoy debemos colocar, como nuevo acento, la prioridad de la pregunta sobre Dios”. Y a ella, sí, Juan Pablo II, ahora ya casi beato, nos vuelve a responder: Dios es amor, el amor que vence al odio, el amor que supera la muerte, el amor que es más fuerte que el mal, el amor que nos salva en su Divina Misericordia.

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El Atrio de los Gentiles, de Jerusalén a París
Por Giovanni Maria Vian

CIUDAD DEL VATICANO , sábado, 2 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito Giovanni Maria Vian, director de "L'Osservatore Romano" con motivo de la sesión solemne del Atrio de los Gentiles, iniciativa de diálogo entre creyentes y no creyentes, celebrada el 24 y 25 de marzo en París.

 



 

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La intuición de Benedicto XVI de crear un nuevo espacio donde laicos y no creyentes puedan ser acogidos con amistad para compartir con quien cree la búsqueda del único Dios está tomando forma. En la visión papal esta propuesta se representa con la imagen del "patio de los gentiles" en el Templo de Jerusalén -donde precisamente eran admitidos los paganos atraídos por la religiosidad judía- y ha sido adoptada con original creatividad por el organismo curial que se ocupa del mundo de la cultura.


Cargada de símbolos ha sido así la elección de París -la "Ciudad de las luces" emblema de la modernidad contradictoria y dramática nacida de los ideales y de los errores de la revolución francesa- para el exordio de esta iniciativa, que sin duda es una de las más importantes tomadas por un Papa tan amable como valiente, hombre de fe y teólogo profundo, habituado desde joven a la confrontación, sobre todo en el mundo universitario, con quienes están fuera de los confines visibles de la Iglesia.

Así pues, Benedicto XVI, acostumbrado a expresarse con palabras comprensibles para todos, ha querido estar presente en París con un mensaje a los jóvenes reunidos ante Notre-Dame, en un espacio abierto hoy como hace veinte siglos era accesible a los paganos el patio externo del Templo jerosolimitano. Los no judíos, sin embargo, quedaban excluidos del gran santuario de un judaísmo que se caracterizaba cada vez más por aspiraciones universalistas.

Todo cambió con la venida de Cristo, la luz vista por san Juan que ilumina a todo ser humano y ha derribado "el muro de separación" entre judíos y gentiles, y por tanto toda división, incluida la división entre creyentes y no creyentes. Y para que no fuera difícil el acceso de los paganos al espacio reservado para ellos en el santuario de Jerusalén, Jesús expulsó a quienes se aprovechaban de ese lugar para el lucro. Por ello Benedicto XVI se hace entender de muchos modos. Como lo han demostrado, de forma diversa pero con extraordinaria eficacia, sus últimos dos libros.

Y eficaces para creyentes y no creyentes resonaron sus palabras en París, dirigidas a los jóvenes, pero más en general a las mujeres y a los hombres de hoy. El Papa ha renovado así la invitación que en la sucesión de los siglos y hasta el fin de los tiempos la Iglesia de Cristo no se ha cansado y no se cansará de hacer: no tener miedo de abrir los corazones y las sociedades a Dios. Sin temor a asumir las palabras -libertad, igualdad, fraternidad- que resumieron los ideales revolucionarios, tantas veces luego empuñadas con aspereza en contra de la Iglesia y del cristianismo, y que sin embargo nacieron del cristianismo.


Son comunes muchísimas aspiraciones de creyentes y no creyentes para construir "un mundo nuevo y más libre, más justo y más solidario, más pacífico y más feliz". Por lo tanto -dice Benedicto XVI- entre quien cree y quien no cree debe caer, con el reconocimiento recíproco, toda desconfianza: Dios no es un peligro para la sociedad y la vida humana y tampoco lo es naturalmente la razón, con tal de que no se someta a los intereses y a la utilidad, como ocurre con frecuencia. Por eso el Papa invitó a los jóvenes parisinos, reunidos ante Notre-Dame, sin distinguir entre creyentes y no creyentes, a no detenerse en el patio de los gentiles y entrar, en cambio, en la catedral, donde como incienso se elevaba la oración vespertina.



 

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Hambre y sed de Dios
Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas

SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 2 de abril de 2011 (ZENIT.org). - Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, con el título "Hambre y sed de Dios".


 

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VER

¿Qué buscan quienes cambian de religión? Muchos lo hacen porque tienen hambre y sed de Dios. No se alejan de su iglesia en que nacieron porque sean malos, tengan intereses torcidos, o huyan del compromiso social de la fe, sino porque quieren encontrar más de cerca a Dios. Tienen ansia de algo o Alguien que cure su dolor que les desespera, que llene el vacío que sienten, que les ayude a superar su insatisfacción, que mitigue su angustia y soledad que les atormenta. Unos, aprisionados por el alcohol y la droga, quieren liberarse y acuden a cualquier centro religioso que le dé consuelo y esperanza, de tinte carismático católico o protestante, o a uno de tantos nuevos cultos que han surgido, y que fincan su éxito en ofrecer salud y prosperidad.

Estamos en un supermercado de religiones. Pululan por todas partes grupos con líderes de grandes dotes comunicativas y teatrales, como uno originario de Puerto Rico y residente en Miami, que, en forma contradictoria, proclama ser Jesucristo hombre, y al mismo tiempo se dice "anticristo"; pide a sus seguidores que se marquen con el 666, signo apocalíptico de la "bestia", el gran enemigo de Cristo. Dice que todos, empezando por Pablo y los demás apóstoles, hemos estado equivocados. ¡Hasta que él llegó, llegó la verdad! ¡Y hay quienes lo siguen! Alejados e ignorantes de su fe original, o decepcionados por algún mal trato, buscan ansiosamente quien les dé ánimo y seguridad.

Esto indica que la gente busca a Dios. Aumentan los que se declaran sin religión, pero son más quienes van tras nuevas religiones. Quizá quieren un Dios a su medida. O su Iglesia los deja insatisfechos. O no hemos sabido ofrecerles los enormes tesoros espirituales que tenemos. Una laica colombiana, universitaria, nos dijo a los obispos en Aparecida que les habláramos más de Dios... Un sacerdote de Bogotá afirma que muchos obispos, sacerdotes y religiosas no hablamos de Jesucristo... ¿Qué nos dice todo esto?

JUZGAR

Jesucristo nos dejó en su Iglesia una fuente exuberante de vida eterna, que sacia nuestra hambre y sed de eternidad y trascendencia. Si estamos convencidos de que El es el único Camino, el único Salvador, la única Vida, la única Verdad, contagiaremos siempre esta convicción que da sentido y plenitud a nuestra vida y vocación. Que no busquen en otras fuentes lo que nosotros tenemos en abundancia.

Dice el Papa Benedicto XVI: "Jesús es la Palabra viva de Dios. Cuando enseñaba, la gente reconocía en sus palabras la misma autoridad divina, sentía la cercanía del Señor, su amor misericordioso, y alababa a Dios. En toda época y en todo lugar, quien tiene la gracia de conocer a Jesús, especialmente a través de la lectura del santo Evangelio, queda fascinado con él, reconociendo que en su predicación, en sus gestos, en su Persona, él nos revela el verdadero rostro de Dios, y al mismo tiempo nos revela a nosotros mismos, nos hace sentir la alegría de ser hijos del Padre que está en el cielo, indicándonos la base sólida sobre la cual debemos edificar nuestra vida.

Pero a menudo el hombre no construye su obrar, su existencia, sobre esta identidad, y prefiere las arenas de las ideologías, del poder, del éxito y del dinero, pensando encontrar en ellos estabilidad y la respuesta a s la insuprimible demanda de felicidad y de plenitud que lleva en su alma. ¡Cristo es la roca de nuestra vida! El es la Palabra eterna y definitiva que no hace temer ningún tipo de adversidad, de dificultad, de molestia... Os exhorto a dedicar tiempo cada día a la Palabra de Dios, a alimentaros de ella, a meditarla continuamente. Es una ayuda preciosa también para evitar un activismo superficial, que puede satisfacer por un momento el orgullo, pero que al final nos deja vacíos e insatisfechos" (6-III-2011).

ACTUAR

Apasionémonos más por Jesucristo y contagiemos a otros de esta nuestra fe. No le busquemos tantas explicaciones justificatorias a las deserciones de creyentes, para seguir siendo y haciendo lo mismo de siempre, sin convertirnos pastoralmente. No nos hagamos sordos a los signos de los tiempos, en los cuales el Espíritu nos puede estar invitando a una renovación personal y eclesial.

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Testimonio


Testamento espiritual del prior de los monjes asesinados en Argelia
Padre Christian de Chergé
CIUDAD DEL VATICANO , sábado, 2 de abril de 2011 (ZENIT.org). El 26 de marzo de 1996 siete monjes trapenses -cistercienses de la estricta observancia- fueron secuestra­dos de su monasterio de Nuestra Señora del Atlas, en Tibhirine, Argelia. Murieron degollados el 21 de ma­yo. Con ocasión del aniversario, la ciudad de Milán acogió la presentación del volumen «El jardinero de Tibhirine» («Il giardiniere di Tibhirine», Jean-Marie Lassausse con Christophe Henning, Cinisello Balsa­mo, Edizioni San Paolo, 2011). El libro incluye el testamento espiritual (firmado y fechado en Argel el 1 de diciembre de 1993 y en Tibhirine el 1 de enero de 1994; fue abierto el domingo de Pentecostés 25 de mayo de 1996) de uno de los monjes asesinados, entonces prior del monasterio. Ofrecemos el texto íntegro.

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Si me sucediera un día -y podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que parece querer involu­crar ahora a todos los extranjeros que viven en Argelia, desearía que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida estaba entre­gada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de toda vida no podría permane­cer ajeno a esta partida brutal. Que oraran por mí: ¿cómo podría ser hallado digno de tal ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a tantas otras igualmente violentas, relegadas a la indiferencia del anonimato.

Mi vida no tiene más valor que otra. Tampo­co menos. En cualquier caso, carece de la ino­cencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saberme cómplice del mal que, la­mentablemente, parece prevalecer en el mundo, y también de aquel que podría golpearme ciegamente.

Llegado el momento, querría tener ese ins­tante de lucidez que me permitiera solicitar el perdón de Dios y el de mis hermanos en la hu­manidad, y al mismo tiempo perdonar de todo corazón a quien me hubiera golpeado. No po­dría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. De hecho, no veo cómo podría alegrarme de que este pueblo al que amo fuera acusado indistintamente de mi asesi­nato. Sería un precio demasiado alto para la que, tal vez, llamarán la «gracia del martirio» debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice actuar por fidelidad a lo que él cree que es el islam. Conozco el desprecio con el que se ha llegado a rodear a los argeli­nos globalmente considerados. Conozco igual­mente las caricaturas del islam que alienta cier­to islamismo. Es demasiado fácil tranquilizar la conciencia identificando esta vía religiosa con los integrismos de sus extremistas.

Argelia y el islam, para mí, son otra cosa: son un cuerpo y un alma. Lo he proclamadobastante, según lo que he reci­bido de ellos concretamente, encontrando ahí con mucha fre­cuencia el hilo conductor del Evangelio que aprendí en las rodillas de mi madre, mi más temprana Iglesia, precisamente en Argelia y, ya entonces, en elrespeto de los creyentes musul­manes. Evidentemente mi muerte parecerá dar la razón alos que me han tratado a la li­gera como ingenuo o idealista: «¡Que diga ahora lo que pien­sa!». Pero aquellos deben saber que por fin se liberará mi cu­riosidad más punzante.

He aquí que, si Dios así lo quiere, podré sumergir mi mira­da en la del Padre, para con­templar con él a sus hijos del islam como él los ve, totalmen­te iluminados por la gloria deCristo, frutos de su pasión, in-vestidos del don del Espíritu,cuyo gozo secreto siempre seráestablecer la comunión y resta­blecer la semejanza, jugandocon las diferencias.

Por esta vida perdida, total­mente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios queparece haberla querido toda en­tera para ese gozo, através y a pesar de to­do.

En este gracias, en el que está todo dicho yade mi vida, ciertamente os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, ami­gos de aquí, junto a mi madre y a mi padre, mis hermanas y mis hermanos, y a los su­yos ¡el céntuplo acor­dado, como se prome­tió!

Y a ti también, amigo del úl­timo instante, que no habrás sa­bido lo que hacías. Sí: también para ti quiero este gracias y este «a-Dios» por ti previsto. Y que se nos conceda reencontrarnos, ladrones felices, en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nues­tro, tuyo y mío. Amén. Insh'allah.


[Traducción publicada por L'Osservatore Romano]

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